martes, 30 de noviembre de 2010

Los 47 rusos

Podrían haber sido menos, acercarse a la docena; o muchos más, pasarse del centenar, pero no. Eran cuarenta y siete rusos. Todos tenían puesto ese gorro de piel con mucha lana del lado de adentro que les tapaba las orejas. Hacía frío y todos tenían las manos dentro de los bolsillos. También tenían, todos, gruesos abrigos que les cubrían parte de las piernas.
Discutían sobre quien era el más ruso de todos, hablaban al mismo tiempo y cuando lo hacían se les congelaba el aliento alrededor de la boca. A veces ocurría que uno decía algo verdaderamente ruso, a lo cual los que se encontraban cerca, se callaban durante un momento para escuchar como seguía el discurso. Pero ante la primera diferencia de opinión se ponían a conversar otra vez. Había algunos que habían logrado llegar a la más primitiva forma del ruso, en la cual prácticamente emitían simples gruñidos y ademanes realizados sin sacarse las manos de los bolsillos. O sea, cabeceándose y haciendo muecas feroces.
Uno de ellos, que se hacía llamar Vladimir, había conseguido hacer callar a otros cinco rusos que se encontraban junto a él. Pero entonces, en medio de un discursillo acerca de sus vastos conocimientos pictóricos, se mordió la lengua. Aquello desató una oleada de carcajadas descomunal, los que no habían podido prestar atención a lo que había sucedido, preguntaban al respecto a sus aledaños y al no recibir como respuesta más que carcajadas y hombros encogidos, se echaban a reír igual para no parecer más tontos que los demás.
En medio de esa marea de sonrisas, había un ruso que permanecía serio, muy serio. Sentía que al quedar fuera de esa carcajada casi unánime, él, era el menos ruso de todos los presentes. Entonces decidió retirarse. Con su serio semblante paseó por entre los otros cuarenta y seis rusos y a cada uno lo miró a los ojos. Hubo algunos que no pudieron devolverle la mirada, otros que si, pero no hubo ninguno que no cambiara su expresión por seriedad. Y así se retiró, mirando hacia adelante.
Sumidos en el más profundo de los silencios, los cuarenta y seis rusos que quedaban agacharon la cabeza casi al mismo tiempo y no se miraron entre ellos. Todos pensaron que el más ruso de ellos acababa de abandonar el lugar.

29-07-2009

lunes, 29 de noviembre de 2010

El Candidato

Alesia subió al compartimento. La escotilla sonó pesada contra el borde de metal.
Subió, recorrió con la mirada todo el suelo de la habitación, adentro solo estaba Juan Carlos, comiendo papa hervida.
-Esta comida es una mierda.- dijo Juan Carlos fastidioso.
-Callate y seguí trabajando, no te pagamos para comer.- Alesia le arrojó un saco de tela, que contenía muchas tabletas.
-Andate a la concha de tu madre, Alesia.- Juan Carlos estaba de muy mal humor.
-Terminá de armar el fragmento, que mañana lo tenemos que probar con las ovejas.-
El fragmento era un importante módulo que jugaba un rol esencial en el experimento que estaban llevando a cabo.
-¿Para mañana? ¡Es una locura! Si prueban esto en una oveja la van a volatilizar.-
-Por eso te tenemos a vos, arreglá el fragmento. Que esté listo para activarse mañana. Si no sos útil te vamos a empezar a tratar con menos cuidado ¿Entendés Juan Carlos?- Juan Carlos no se había terminado sus papas hervidas. Alesia le dedicó una mirada amenazadora y al salir cerró la escotilla con un fuerte golpe.

Al otro día.
Una oveja salta felíz por el campo, tiene un cinturón atado con un aparato electrónico y en la cabeza, un casquito con un paraguas. Da un par de saltos, dice “mmeee…” y explota. No queda ni un rulo de lana.
Del Mico, el encargado de la operación, se agarra la cabeza y grita. Juan Carlos llora en silencio, cabizbajo, Alesia se apresura a traer otra oveja. La preparan y la operación se repite, esta vez la oveja no explota, tiembla cada vez más rápido y se desdibujan los bordes de su cuerpo hasta que convierte en un político. Todos saltan de júbilo y tiran serpentinas, todos menos Alesia.
Ella llama por teléfono y dice.
-Hola ¿Con el partido? Ya tenemos al candidato.

17-04-2009

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La historia de Nidia y Omar

Omar era un músico que tocaba el violín con singular destreza. Interpretaba piezas con alegría y quienes lo escuchaban lo disfrutaban y lo admiraban por las emociones que lograba transmitir con su instrumento. Al terminar sus funciones, la gente se acercaba a estrecharle la mano, a felicitarlo y Nidia, a darle un abrazo.
Pero Omar se sentía insatisfecho porque ansiaba ser el más hábil violinista que jamás hubiese existido y que todos le reconociesen por ello. No importaba cuanto le aplaudiesen desde el público, el siempre sentía que tenía que tocar mejor y siempre se iba desconforme con su labor, cuando terminaban sus espectaculares presentaciones. Y no había ninguna palabra que Nidia, su mujer, pudiese decir para hacerlo cambiar de parecer.
Fue entonces que Omar, comenzó a ocuparse más tiempo en el perfeccionamiento de su técnica. Primero dejó de salir por las noches y su obsesión creció. Luego dejó de ver a sus amigos y más tarde, también a sus parientes. Hasta que un día dejó de salir de su casa. Nidia, desesperada, le repetía continuamente que se saliese de su ostracismo, pero el no le contestaba más que con una mirada seria.
Aquella mañana, Nidia se le acercó llorando y le imploró que le dirigiese la palabra. Omar giró su rostro hacia ella y sus ojos no pudieron verla. Durante varios días permaneció Nidia junto a él, esperando que le dijese una simple frase o una mirada al menos, como las de antes. Pero solo escuchaba las notas que salían del violín, nada más recibía Nidia de Omar. La situación se mantuvo hasta que el músico, incapaz de ver a Nidia, decidió que como ya no tenía nada que aprender allí, se iría a otra parte. Ella lo vio irse de la casa solo con su violín a cuestas, lloró la lagrima más triste y no volvió a llorar nunca más.
Omar viajó a muchas ciudades, llevando a todas partes su cada vez más pulida y prolija técnica. Y aunque sus interpretaciones despertaban enormes ovaciones y rostros admirados, él ya no recibía ningún abrazo después de los conciertos. Su música se acercaba a la perfección, pero se oía triste, hermosa y devastadora. Con el tiempo dejó de ver al público y no mucho después, dejó de ver a los demás músicos.
Vagó por las calles buscando las piezas que le faltaban a su música. Cuando caminaba ya no veía a ninguna persona. Viajó lejos, muy lejos, sin conseguir ver a nadie y cuando hubo llegado aún más lejos, cansado, se subió a un tren deslucido, de color azul, que no era conducido por nadie, donde Omar era el único pasajero. Pasó tiempo y más tiempo. Dejó de ver las estaciones, poco después también dejó de sentir el movimiento de los vagones.
Entonces y solo entonces Omar miró a sus alrededores, se asustó y sintió confundido. ¿Dónde estaba todo el mundo? Pensó. Pero más que nada pensó en Nidia, su mujer, su vida, su amada, su amada Nidia. Entonces sus ojos se llenaron de pensamientos y él extrañó profundamente su compañía. Omar ya no veía casi nada, todo en tiempo pensaba en Nidia y tocaba el violín.
Consiguió Omar un día, descender del tren azul que le llevaba y deambuló por las calles desiertas de una ciudad desconocida. Caminó como hacía tiempo no lo hacía y comenzó a ver los árboles y los insectos. De a poco fue capaz de empezar a ver personas, no muchas, pero las veía. Se acercó emocionado a un hombre delgado, que no era tan solo un hombre, sino un recuerdo disfrazado. Omar se presentó rápidamente y dijo el recuerdo ser como un brujo, o un mago. Le concedió, al verlo tan triste, un deseo al desdichado Omar. Sin pensarlo, Omar pidió al instante, que se le conceda el regresar con su amada Nidia. El recuerdo dijo entonces, que lo único que podía hacer por él, era concederle ver a Nidia, pero que ella no podría verlo, ni tocarlo y solo lo escucharía a través de su violín.
Así fue que Omar accedió y desde ese día, todos los días interpreta las más bellas melodías para su adorada Nidia. Y ella, sola, las escucha. Y siempre llora una sola lágrima.

“La historia de Nidia y Omar”
10-07-2009

jueves, 11 de noviembre de 2010

In the sphere

Everyone is born in a sphere. Since we are conceived, our life begins to develop and take form on the inside of a sphere. It protects us from a hostile environment that threatens to alter our state of secureness. We need the sphere. We then move to a bigger sphere. For some people it is just big enough to fit themselves, for others it may be a lot larger. The sphere can grow bigger and, of course, we can always move to another sphere, more suitable for our needs. But the fact is that it’s still the same habitat which we refuse to call a prison. It exists because there are so many things we do not want to be a part of our lives, it exists because we are too afraid to face them and deal with them. In the sphere life goes on guided by some kind of ideal purpose, the sphere takes good care to keep it unaltered, vivid and meaningful. So you follow along. Self-assured, convinced that life works in that particular way and no other.
We can sit still enjoying our world of adequate elements, acting together to transmit the image of a life of satisfying proportions, projected on the walls of the sphere. But what do we do when something we did not expected crosses the limits and comes in? How to react when the sphere can no longer provide us of it’s safety? A person can be as strong as anyone can be, but what happens is that ideal life goes down piece by piece. The sphere has gotten too big for you to control it.
There are some who realize the way the sphere works. That at some point we need it in order to grow, but after some point we need to take it down, because it keeps us from knowing the whole. Otherwise we stay still, alone, we suffocate our own emotions asking to ourselves how things would be if we weren’t alone. When we leave a sphere we start to understand that we are not alone, but we learn to look for the sphere, each one is more difficult to be found, to be understood, but it’s there protecting us, telling us where our limits are. The world is just another sphere, protecting us till we are prepared to understand that we are not alone, challenging us to discover the next sphere.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

"Reflejo del niño índigo"

Esa noche yo estaba muy confundido. Mis pensamientos vagaban sin punto fijo para estancarse en meollos insignificantes. Un vasto territorio de pequeñas penas, cada una de ellas incapaz de conmover por si solas el espíritu de un hombre. La verdadera desilusión, era que al darme vuelta, mi espíritu se veía como un campo interminable sembrado de pequeñas e insignificantes emociones.
Entre las sombras había algo agitándose. Traté de entornar los ojos, pero no conseguí distinguir nada. Me equivoco, pude distinguir los movimientos de algunas figuras insustanciales, cuyas fisonomías no las definían tanto como sus movimientos, flotaban y se desvanecían. Todo aparecía en una gama de colores en la que predominaba el índigo. Desenfocado, el campo parecía estar dominado, sin saturarse, por esa tonalidad. El índigo es el color de aquellos que tienen la capacidad de comunicarse con entidades que no pertenecen a nuestro plano.
Miré la masa informe, que no era más que la realidad que me rodeaba pero no podía percibir con detalle. La observé con decisión y sin llegar a ver nada supe que allí había algo más. Algo que se movía y ... ¿Me hablaba? ¡Si! Lo hacía, algo que estaba allí, en alguna parte de esa incongruencia visual, se comunicaba conmigo. Ahora, yo no veía más que tonalidades de índigo.
El vació absoluto, me llamaba por mi nombre y me decía que no creyese en la ausencia , que había un estado en el cual todas las cosas se encontraban siempre presentes.
Cuando volví a mirar hacia las sombras, vi que algo se acercaba, en realidad se materializaba. Poco a poco iba tomando una forma más definida, más concreta. Y era un niño, lo que me hablaba entre las brumas de colores fríos, índigos, era un niño de nueve años. Me sorprendí y le pregunté quien era. Me miró y sus ojos eran tan profundos que parecían estar vacíos, pero estaban completos. Me respondió que yo estaba perdido, que él me ayudaría a regresar y a ver. Que él ni siquiera era un niño, tan solo el reflejo de uno.


(A mi amiga Agus,
que retrató sin saberlo,
un mundo escondido adentro mío)

jueves, 4 de noviembre de 2010

She holds the world

She grabs the earth with her hands, buries the root of a small plant,
wipes the sweat from her forehead with her arm. She smiles, her face is
covered in mud; her smile, in blessings. She stands up; her back is
strong, her waist slim and limbered. She turns around and everything
in the field seems to follow her movement. She walks slowly through
the weeds, her hair is an answer to the air's request for
companionship, the ground wishes she would stay still to feel her
small feet over the grass, but she doesn't. She dances without even
noticing. She's getting closer to dreaming, the wind plays the tune of
her heart. No sorrow hides the horizon, no pain finds a way through
her sigh, she's looking beyond time and distance, she's holding the
world in her hands.

El mundo en Personajes - Entrada nº2 - El hombre de la taza medio vacía.

Son las cinco menos veinte de la madrugada. Es una
ciudad apoyada sobre la vera del río, un gran río. Hace
mucho calor, la obscuridad trae un silencio ambiguo y la
humedad hace que la ropa se pegue al cuerpo.
En el parque, una nube de mosquitos se arremolina
sobre un farol de baja densidad, su color ambarino da un
tono viváz a los adoquines y los mezcla con el de las
plantas. El sonido de los grillos completa el cuadro.
Del otro lado de la ventana un hombre lo contempla.
Acaba de ser picado por un alacrán. Se pregunta si el
aguijón será venenoso, eso hace que le duela menos y se
preocupe más. Sostiene una taza de café medio vacía, a
este hombre le cuesta ver lo que tiene si está junto a
lo que le falta. Baja la vista hacia el cadáver del
alacrán, suspira. Deja la taza sobre su escritorio y
se pasa un trozo de algodón empapado con alcohol sobre
la picadura. Se pregunta si servirá para algo, es la
primera vez que le ocurre y no sabe hasta que punto
preocuparse.
Es cartero. Debería preocuparse por llegar a tiempo
al correo y por resolver rápidamente una ruta que lo
lleve a completar su trayecto evitando las calles con
adoquines, porque estas le arruinan la bicicleta. Sabe
que ya no tiene tiempo para volver a dormir y se maldice
por haberse levantado para ir al baño. Le gustaría poder
volver el tiempo atrás y no hacerlo. Se da cuenta que su
día transcurrirá con una hora y media menos de sueño, de
la que tiene habitualmente. Sabe que a la tarde estará
cansado y de mal humor, ya empieza a padecerlo.
Otra vez mira por la ventana, imagina un mundo sin
alacranes, donde la vejiga hinchada no le quita el
sueño a nadie, donde las picaduras en los tobillos no
duelen, donde los tobillos no se inflaman por las
picaduras. Hasta ahora no se había percatado de que su
tobillo se había hinchado. Mira el telefono, pero
desiste de la idea de llamar a emergencias médicas. Mira
el reloj, son las cinco menos dos minutos. Vuelve a
reprocharse internamente el haberse levantado hace casi
media hora.
Este hombre sueña con una felicidad basada en la
falta de calamidades. Pero no la busca, porque si no
tuviese esas pequeñas tragedias para preocuparse, no
sería capáz de sentir nada. Aún no se ha dado cuenta de
que el disfruta del sufrimiento, si lo hiciese quizas no
lo reconocería. Vive a través de las desgracias, que lo
consuelan más que la alegría, cuando llega.

lunes, 1 de noviembre de 2010

De como me convertí en un planeta. (ojo con esto)

Ray Bradbury estaba ahí, me miró y me preguntó qué estaba haciendo yo allí. Lo miré, hice una pausa y sin dejar que me temblara la voz respondí con tono astuto – Yo podría hacerle la misma pregunta, Sr. Bradbury.- Me sentí muy astuto. Ray Bradbury parecía confundido, estaba parado en mi panza, junto a un lunar que tengo cerca del ombligo, del otro lado había un cuete, como los que se usan para ir al espacio. Me miró y se podía ver claramente que estaba cruzado por una profunda emoción, sus ojos veían lejos, cristalinos y ligeramente húmedos. Su voz se quebró al preguntarme – ¿Esto es Marte?- Le respondí que no, que era mi panza. Y entonces se puso furioso - ¡Tonto! – Exclamó Ray Bradbury con profusa indignación – No sabes lo que has hecho, te estás convirtiendo… Oh, diablos! EN UN PLANETA!- Rápidamente me miré la panza y entonces descubrí que lo que decía Bradbury era cierto. Mi barriga en toda su plenitud, se había teñido del mismo tono rojizo con el que el escritor describiera al planeta. Rojo, rojo gastado, erosionado. Aspiré el aire pausadamente, para no marearme. Pero allí estaba, tan claro y tan tangible como cualquier otra cosa. Comprendí el alcance de lo que el me había dicho. Había dejado que los acontecimientos se sucedieran libremente y me estaba convirtiendo en un planeta. Mis pies comenzaron a sentirse más livianos y poco tiempo después me encontré flotando en calma. Giraba lentamente sobre mi propio eje. Me volví hacia Ray Bradbury para pedirle una explicación con la mirada, pero el estaba absorto en sus propias cavilaciones, las cuales no me atreví a interrumpir.
De improviso, un sonido tenue pero notorio cortó el silencio de mis pensamientos. Era como si estuviesen raspando una superficie, pero con suavidad y autocontrol. Y provenía del cohete. Permanecí observando con expectativa hasta que vislumbré una sombra del otro lado de la nave. Estiré el cuello para alcanzar la figura con mi vista y lo conseguí, lo que percibí, me dejó sin aliento, anonadado. Junto a la superficie del vehículo espacial, se encontraba nada menos que el Sr. Miyagui. Si, aquella estrella de inagotable sabiduría karateka no paraba de encerar y pulir el costado del cohete. Me cagué de risa. Pero enseguida me disculpé con Miyagui, porque lo había interrumpido en su tarea. El hizo una profunda reverencia y me preguntó si había algo que el pudiese hacer por mi. Yo no supe que contestar, qué podía pedirle yo al gran Sr. Miyagui. Entonces se me ocurrió que tal vez el podría hacer algo para calmarlo a Ray Bradbury que había quedado bastante desorientado con todo este tema del planeta. Se lo sugerí y el asintió con la cabeza al tiempo que decía – Hai – Entonces fue a buscar al escritor y le explicó que lo que estaba ocurriendo era perfectamente normal y lo invitó a su casa. Si, ahí vi que atrás del cuete estaba la casa de Miyagui y se sentaron los dos en unas reposeras. El maestro de karate fue a buscar champagne y ambos se quedaron bebiendo hasta entrada la noche, charlando de sus experiencias y desventuras y comentando los resultados de la última fecha de la Liga de Campeones.
Yo observé que ninguno de ellos tenía traje de astronauta, ni casco, ni máscara. Y me sentí orgulloso de ser un planeta con atmósfera.