Solo al terminarse las últimas ánforas, botas y vasijas, los Naukúres fueron a buscar a “El que conoce los senderos del agua”. Los Naukúres suelen llamar a sus semejantes de acuerdo a la condición más sobresaliente que cada uno presentase, entonces cuando el precioso y vital líquido escaseaba, lo más adecuado era buscar a “El que conoce los senderos del agua” para que les indicase a dónde podían encontrarla. “Siempre la palabra correcta” fue el designado para solicitar su ayuda, él se acercó y dijo:
-Puedes dormir todo lo que quieras, pero el pueblo morirá de sed.-
“El que conoce los senderos del agua” que era muy sabio y aprovechaba cada momento para dormir, se despertó y salió de su choza. Observó que todas las botas estaban completamente vacías y no había reservas disponibles. Miró a todos en derredor y cuando se acercaron y aguardaron expectantes, les habló:
-Han dejado pasar mucho tiempo. Quizás me tome días el regresar nuevas provisiones, pero haré mi mejor esfuerzo.- Dijo pausadamente pero sin titubear, luego hizo una pregunta.
-¿Dónde está “El de la fuerza prodigiosa que puede levantar cosas muy pesadas”?- Todos se miraron entre ellos, pero ninguno respondió. –Es un camino largo y será mejor que traigamos muchas botas llenas de agua, tantas como “El de la fuerza prodigiosa que puede cargar cosas muy pesadas” sea capaz de llevar sobre si.- Esta vez, todos asintieron al mismo tiempo, pero nuevamente, nadie pronuncio palabra alguna. “El que conoce los senderos del agua” miró a todos sus congéneres con una expresión de profundo reproche y dijo con voz enérgica. –¿Se dan cuenta de que sin él, no podré traer suficiente agua para todos?-
Después siguió un silencio acogotado, que fue perdiendo presencia entre los murmullos primero y los alaridos luego. Se levantó un gran revuelo cuando todos hablaban al mismo tiempo. Fue un atolladero. Y en medio del griterío una voz se alzó e hizo callar a los demás, esa voz pertenecía a “Aquel que detenta la ira y no teme usarla”.
“Aquel que detenta la ira y no teme usarla” llamó a silencio con un rugido y todos se volvieron hacia él justo a tiempo para ver cómo le asestaba una tremenda bofetada a alguien que acababa de llegar y estaba a su lado. –Uhhh…- se escuchó luego del chasquido de la palma contra el rostro, proferido por cada uno de los Naukúres que observaba. El recién llegado cayó al piso sorprendido por el impacto certero que acababa de recibir. Luego “Aquel que detenta la ira y no teme usarla” tomó un gran objeto hecho en madera y lo sostuvo sobre su cabeza. –Ehhh… - profirió esta vez la muchedumbre. Y “El único que sabe trabajar la madera” gritó velozmente: -¡Nooo! Es una mesa y la necesitamos…- La masa de Naukúres se volteó hacia él y lo miró un instante con un gesto incierto, nadie en la tribu usaba las mesas, el único que les daba cierto valor, por tratarse de una afición sentida aunque desdeñada por los otros Naukúres, era “El único que sabe trabajar la madera”.
Al mismo tiempo “Aquel que detenta la ira y no teme usarla” descargó la mesa sobre el caído y esta se partió en mil pedazos. Las miradas de la muchedumbre volvieron súbitamente a dirigirse hacia ellos. “Siempre la palabra correcta” observó y dijo con calma: -Hemos cometido un grave error.-
Al retirar uno a uno los pedazos de la mesa, se dieron cuenta de que quien yacía herido en el piso, con un filoso resto clavado en la pierna, era “El de la fuerza prodigiosa que puede cargar cosas muy pesadas”. Al verle, ahogaron juntos un grito. Algunos comenzaron a llorar, otros se sujetaron las mejillas con las manos, el cielo se arrugó entre las nubes y todos, todos los Naukúres miraron hacia abajo, inclusive “Aquel que vigila las estrellas”.
Las cabezas permanecieron gachas, pero hasta el suelo parecía esquivar sus miradas. El viento silbó en sus oídos, languideciendo. Y cuando casi dejaba de oírse, empezó a mezclarse con una tenue melodía, tan tenue como no lo fueran anteriormente los gritos de “Aquel que detenta la ira y no teme usarla”. La música se hacía cada vez más dulce y más hermosa, era la voz de “Aquella que lleva consigo la esperanza”, ella andaba entre todos susurrando palabras en sus oídos, y por donde ella pasaba, las cabezas se levantaban. Al hacerlo se miraban e iban cobrando nuevos ánimos. “Siempre la palabra correcta” la vio andar con suavidad hacia él y sonrió, entonces se puso de pie y dijo.
-¡Vamos! Levantaos y acompañemos todos a “El que conoce los senderos del agua”. Algunos se quedarán aquí y asistirán a “El de la fuerza prodigiosa que puede cargar cosas muy pesadas”, que no podrá acompañarnos, mientras tanto los demás traeremos agua suficiente para un mes entero.- Todos los Naukúres dieron un salto y un grito de celebración a sus palabras. Todos menos “El de la fuerza prodigiosa que puede cargar cosas muy pesadas”, él se mantuvo quieto en el piso con el rostro ensangrentado, una pierna y seis costillas rotas.
¿Alguna vez has sentido que el universo se transforma a tu alrededor? ¿Nunca te dijiste "Muy bueno todo... pero donde estoy"? ¿Donde te pensás que estaban los guionistas de la dimensión desconocida? Elaboraciones de una mente que bien pudo haberse ido a dormir, pero no lo hizo.
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jueves, 22 de marzo de 2012
viernes, 15 de julio de 2011
La voz del leviatán
- Temblad.- dijo el leviatán. Y todas las personas del mundo temblaron.
- Adoradme.- dijo luego con voz pausada y penetrante. Las personas del mundo, atemorizadas, se arrodillaron y lo adoraron. La masa inmensa que era el cuerpo del leviatán se alzaba inicua y suntuosa ante la gente.
- Ámenme. Y tendrán bonanza y compasión.- una ráfaga de dulce viento acarició los rostros de todos los presentes. Las alabanzas prosiguieron.
- Desobedézcanme y tendrán dolor, cruel e inimaginable.- un rayo partió el cielo y dio en medio del público, los que estaban más cerca ardieron en llamas, mientras los que estaban más alejados cayeron por el hueco quebrado en la tierra. Los murmullos se alzaron y luego todos elevaron sus brazos suplicantes.
- Y ahora.- el leviatán casi sonrió, pero antes de hacerlo continuó.
-¿Estáis listos para entregarme sus almas?- todas las personas del mundo contestaron afirmativamente, todas menos una. Se trataba de Oyi-El-Boyi, un ser que reflexionaba acerca de lo que sentía y decía aquello que pensaba.
- ¿Qué es lo que estáis haciendo?- preguntó el joven a sus congéneres. -¿Estáis acaso realizando algún ritual?- La pregunta fue sincera, la respuesta fue real.
- ¿Qué dices Oyi, no ves que nos amenaza el leviatán?- Habló un hombre con miedo, que estaba cerca y podía escuchar.- De aquellos que estaban más lejos, algunos hicieron silencio, otros empezaron a orar.
- ¿Leviatán dices? No veo a ningún leviatán, veo mucha gente asustada, confundida y poco dispuesta a escuchar.- El leviatán juntó sus manos y el cielo se ensombreció para que fuesen más nítidos los relámpagos que se tendían sobre la gente. Otra persona se alzó de la multitud y dijo atolondrada.
- Oyi-El-Boyi ¿Es que no tienes miedo? ¿Por qué no puedes adorar al leviatán? Arrodíllate, implora su perdón, su furia será nuestro final.- Los ojos del leviatán ardieron con furia. Oyi-El-Boyi miró a la multitud.
- No puedo adorar aquello en lo que no creo, no puedo temer a algo que no tiene ningún poder sobre mi, no puedo quedarme callado ante el sinsentido que veo delante de mi. ¿Por qué no volveis a sus casas, a sus trabajos o a sus jardínes?.- De entre la gente se oyó una múltiple exclamación, que fue una mezcla de agonía, reproche y temor. Todos retrocedieron, se hicieron a un lado y Oyi-El-Boyi quedó separado en el centro de un gran espacio vacío. Las manos del leviatán se elevaron y con fuerza las bajó. Un estruendo grandioso acompañó al rayo que cayó. Allí justo donde estaba Oyi-El-Boyi pidiendo una explicación.
Una nube de polvo inmensa, cubrió el suelo en derredor, asombro, duda y sorpresa fue lo que despertó. Cuando se hubo disipado, encontró en el centro, parado, al joven que sin pensarlo, no había recibido daño. La incontable cantidad de personas alzó una pregunta eterna: las llamas no lo quemaban, la tierra no lo tragaba ¿Cómo era posible entonces, que desafiara el poder del leviatán?
- No comprendo su temor ni su ciego recelo ¿Por qué han de temer a algo que no existe más que en sus mentes?- Oyi-El-Boyi miró a la gente, a sus congéneres, por última vez.
- Rápido, a él, matadle antes que provoque la ira del leviatán.- La persona que había alzado la voz, ya corría hacia Oyi con el puño levantado, muchos más también lo hacían. Lo alcanzaron y lo destrozaron. Su carne arrancada de sus huesos hechos trizas, solo su sangre baño la tierra para consuelo de nadie.
Algunos dicen haberlo visto, otros, que quien lo vio era la persona al lado suyo, otros dicen que era imposible verlo, que era tan grande que se lo confundía con las nubes, otros recuerdan su voz, o quizás no. Pero ese día, todas las personas del mundo se arrodillaron y adoraron al leviatán.
- Adoradme.- dijo luego con voz pausada y penetrante. Las personas del mundo, atemorizadas, se arrodillaron y lo adoraron. La masa inmensa que era el cuerpo del leviatán se alzaba inicua y suntuosa ante la gente.
- Ámenme. Y tendrán bonanza y compasión.- una ráfaga de dulce viento acarició los rostros de todos los presentes. Las alabanzas prosiguieron.
- Desobedézcanme y tendrán dolor, cruel e inimaginable.- un rayo partió el cielo y dio en medio del público, los que estaban más cerca ardieron en llamas, mientras los que estaban más alejados cayeron por el hueco quebrado en la tierra. Los murmullos se alzaron y luego todos elevaron sus brazos suplicantes.
- Y ahora.- el leviatán casi sonrió, pero antes de hacerlo continuó.
-¿Estáis listos para entregarme sus almas?- todas las personas del mundo contestaron afirmativamente, todas menos una. Se trataba de Oyi-El-Boyi, un ser que reflexionaba acerca de lo que sentía y decía aquello que pensaba.
- ¿Qué es lo que estáis haciendo?- preguntó el joven a sus congéneres. -¿Estáis acaso realizando algún ritual?- La pregunta fue sincera, la respuesta fue real.
- ¿Qué dices Oyi, no ves que nos amenaza el leviatán?- Habló un hombre con miedo, que estaba cerca y podía escuchar.- De aquellos que estaban más lejos, algunos hicieron silencio, otros empezaron a orar.
- ¿Leviatán dices? No veo a ningún leviatán, veo mucha gente asustada, confundida y poco dispuesta a escuchar.- El leviatán juntó sus manos y el cielo se ensombreció para que fuesen más nítidos los relámpagos que se tendían sobre la gente. Otra persona se alzó de la multitud y dijo atolondrada.
- Oyi-El-Boyi ¿Es que no tienes miedo? ¿Por qué no puedes adorar al leviatán? Arrodíllate, implora su perdón, su furia será nuestro final.- Los ojos del leviatán ardieron con furia. Oyi-El-Boyi miró a la multitud.
- No puedo adorar aquello en lo que no creo, no puedo temer a algo que no tiene ningún poder sobre mi, no puedo quedarme callado ante el sinsentido que veo delante de mi. ¿Por qué no volveis a sus casas, a sus trabajos o a sus jardínes?.- De entre la gente se oyó una múltiple exclamación, que fue una mezcla de agonía, reproche y temor. Todos retrocedieron, se hicieron a un lado y Oyi-El-Boyi quedó separado en el centro de un gran espacio vacío. Las manos del leviatán se elevaron y con fuerza las bajó. Un estruendo grandioso acompañó al rayo que cayó. Allí justo donde estaba Oyi-El-Boyi pidiendo una explicación.
Una nube de polvo inmensa, cubrió el suelo en derredor, asombro, duda y sorpresa fue lo que despertó. Cuando se hubo disipado, encontró en el centro, parado, al joven que sin pensarlo, no había recibido daño. La incontable cantidad de personas alzó una pregunta eterna: las llamas no lo quemaban, la tierra no lo tragaba ¿Cómo era posible entonces, que desafiara el poder del leviatán?
- No comprendo su temor ni su ciego recelo ¿Por qué han de temer a algo que no existe más que en sus mentes?- Oyi-El-Boyi miró a la gente, a sus congéneres, por última vez.
- Rápido, a él, matadle antes que provoque la ira del leviatán.- La persona que había alzado la voz, ya corría hacia Oyi con el puño levantado, muchos más también lo hacían. Lo alcanzaron y lo destrozaron. Su carne arrancada de sus huesos hechos trizas, solo su sangre baño la tierra para consuelo de nadie.
Algunos dicen haberlo visto, otros, que quien lo vio era la persona al lado suyo, otros dicen que era imposible verlo, que era tan grande que se lo confundía con las nubes, otros recuerdan su voz, o quizás no. Pero ese día, todas las personas del mundo se arrodillaron y adoraron al leviatán.
lunes, 24 de enero de 2011
Quiebre de rutina
Eudilio usaba siempre tiradores, pero esa mañana se apareció con un cinturón. Colgando de él: un par de cartucheras con un revolver cada una. Además traía puesto un sombrero de cuero, una camisa con flecos y esos “cubre-pantalones” que usan los que andan a caballo. Mantuvo la mirada hacia abajo, repasó a todos los presentes con un movimiento de cabeza. El humo salía por debajo del ala de su sombrero pero no se veía su cigarrillo. Cuando se detuvo permaneció quieto como una estatua. Los que estaban frente a él tenían diferentes expresiones. Algunos permanecían sin parpadear, algunos estaban asustados y otros aguantándose la risa. Todos estaban en silencio y así permanecieron hasta que el propio Eudilio rompió el hechizo de hipnotismo.
-Vamos…- Dijo sin moverse. –Sal de donde te escondes, Tucho.-
La frase gatilló las emociones de todos, los que se aguantaban la risa explotaron en un eco de carcajadas. Los que estaban asustados suspiraron y retrocedieron, todos miraron a su alrededor. Algunos murmullos comenzaron a levantarse y rápidamente se apagaron, las miradas se volvieron hacia Eudilio, que permanecía impertérrito con la mirada baja.
-No me hagas esperar, Tucho… - Se hizo una pausa y luego agregó.-Se que estás aquí.-
Los compañeros lo miraron un momento más y comenzaron a contagiarse las carcajadas, en un puñado de segundos todos se estaban riendo. Empezaron a preguntarse entre ellos si alguien conocía íntimamente a Eudilio, por lo que sabían de su comportamiento en el trabajo resultaba una persona normal, hasta el punto de resultar aburrido como compañía. Se contaban rumores sin dejar de reírse, con fuerza, sin pudor. Estaba claro que pensaban que se trataba de algún tipo de broma, pero que habían tardado en reaccionar. Todos estaban distendidos y se acercaron a su compañero para festejar el quiebre de rutina que este había provocado antes de que su jefe los retase. Pero nunca llegaron a abrazarlo. Un disparo de escopeta ensordeció a la audiencia. Eudilio cayó al suelo con un agujero en la espalda, su cuerpo hizo un ruido sordo al caer sobre la alfombra. Ante la mirada atónita de todos, un mexicano aulló en la oscuridad y disparó una pistola dos veces antes de salir corriendo del lugar.
-Vamos…- Dijo sin moverse. –Sal de donde te escondes, Tucho.-
La frase gatilló las emociones de todos, los que se aguantaban la risa explotaron en un eco de carcajadas. Los que estaban asustados suspiraron y retrocedieron, todos miraron a su alrededor. Algunos murmullos comenzaron a levantarse y rápidamente se apagaron, las miradas se volvieron hacia Eudilio, que permanecía impertérrito con la mirada baja.
-No me hagas esperar, Tucho… - Se hizo una pausa y luego agregó.-Se que estás aquí.-
Los compañeros lo miraron un momento más y comenzaron a contagiarse las carcajadas, en un puñado de segundos todos se estaban riendo. Empezaron a preguntarse entre ellos si alguien conocía íntimamente a Eudilio, por lo que sabían de su comportamiento en el trabajo resultaba una persona normal, hasta el punto de resultar aburrido como compañía. Se contaban rumores sin dejar de reírse, con fuerza, sin pudor. Estaba claro que pensaban que se trataba de algún tipo de broma, pero que habían tardado en reaccionar. Todos estaban distendidos y se acercaron a su compañero para festejar el quiebre de rutina que este había provocado antes de que su jefe los retase. Pero nunca llegaron a abrazarlo. Un disparo de escopeta ensordeció a la audiencia. Eudilio cayó al suelo con un agujero en la espalda, su cuerpo hizo un ruido sordo al caer sobre la alfombra. Ante la mirada atónita de todos, un mexicano aulló en la oscuridad y disparó una pistola dos veces antes de salir corriendo del lugar.
lunes, 27 de diciembre de 2010
El Mundo Mágico de las Serpientes
En el mundo mágico de las serpientes hay trompetistas, escritores y personas que miran a las estrellas. Y también serpientes. Las personas que miran a las estrellas, a su vez, se dividen entre científicos y poetas.
Los científicos tratan de explicarse y explicarles a todos, como se mueven y por qué están ahí esas estrellas, que significan sus colores y cuáles no estarán en el cielo mañana.
Los poetas no están de acuerdo con los científicos y dan sus propias interpretaciones, que la mayoría de las veces consiguen hacer que los científicos se arranquen sus propios cabellos con las manos. Razón por la cual hay tantos científicos pelados y siempre están despeinados.
Los poetas usan a las estrellas para crear hermosas historias y así enamorar a las mujeres bonitas y a las que no son bonitas también. (Es sabido que para los poetas no existe mujer que no sea bonita).
Pero a veces, de tanto mirarlos, los poetas se enamoran de las estrellas y no pueden dejar de mirarlas ni de recitarles poemas. Por supuesto, a los científicos esto les parece una tontería y una ridiculez.
En lo único en que se ponen de acuerdo los poetas y los científicos es cuando escuchan la música de los trompetistas.
Cuando se sientan a escuchar los tonos que fluyen en el viento, es como si hablasen el mismo idioma, y comentan los pasajes de los trompetistas, aplaudiéndolos cuando ejecutan una pieza que les agrade y retirándose a sus asuntos cuando las melodías no los satisfacen.
Los trompetistas componen canciones para entretener a poetas y científicos, pero más que nada, para enamorar a las mujeres. Alguna que otra vez los trompetistas tocan melodías tan hermosas que la luna se enamora de un trompetista y los poetas se enojan y los persiguen. Si el trompetista es hábil puede seguir tocando mientras escapa, si no, tiene que elegir entre dejar de tocar y correr, o seguir tocando y sufrir la cólera de los poetas.
Todos ellos, científicos, poetas y trompetistas necesitan de los escritores para poder anotar sus descubrimientos, poesías y composiciones. De otra manera nadie recodaría los versos, los movimientos ni los nombres de las estrellas.
Por eso los escritores van siempre corriendo detrás de los más hábiles poetas, científicos y trompetistas. Los poetas y los científicos creen que todos los trompetistas son buenos, pero los escritores y los trompetistas saben que eso no es cierto.
Los escritores necesitan llevar un gran bolso que cuelga de sus hombros para cargar todos los lápices, papeles y lapiceras que necesitan. Porque no se puede escribir con la misma lapicera las melodías de los trompetistas, los descubrimientos de los científicos y los poemas de los poetas. Ni tampoco llevan las mismas tintas un poema de alegría que uno de nostalgia. Ni el bosquejo de una constelación, con el nombre de un cometa.
Como tampoco pueden ser del mismo color una canción que habla del miedo que otra que habla de belleza. Por eso los escritores llevan muchos lápices y lapiceras y muchas hojas de papel.
Todas les son útiles, pues las necesitan y les hacen bien.
(The Yellow Book)
Los científicos tratan de explicarse y explicarles a todos, como se mueven y por qué están ahí esas estrellas, que significan sus colores y cuáles no estarán en el cielo mañana.
Los poetas no están de acuerdo con los científicos y dan sus propias interpretaciones, que la mayoría de las veces consiguen hacer que los científicos se arranquen sus propios cabellos con las manos. Razón por la cual hay tantos científicos pelados y siempre están despeinados.
Los poetas usan a las estrellas para crear hermosas historias y así enamorar a las mujeres bonitas y a las que no son bonitas también. (Es sabido que para los poetas no existe mujer que no sea bonita).
Pero a veces, de tanto mirarlos, los poetas se enamoran de las estrellas y no pueden dejar de mirarlas ni de recitarles poemas. Por supuesto, a los científicos esto les parece una tontería y una ridiculez.
En lo único en que se ponen de acuerdo los poetas y los científicos es cuando escuchan la música de los trompetistas.
Cuando se sientan a escuchar los tonos que fluyen en el viento, es como si hablasen el mismo idioma, y comentan los pasajes de los trompetistas, aplaudiéndolos cuando ejecutan una pieza que les agrade y retirándose a sus asuntos cuando las melodías no los satisfacen.
Los trompetistas componen canciones para entretener a poetas y científicos, pero más que nada, para enamorar a las mujeres. Alguna que otra vez los trompetistas tocan melodías tan hermosas que la luna se enamora de un trompetista y los poetas se enojan y los persiguen. Si el trompetista es hábil puede seguir tocando mientras escapa, si no, tiene que elegir entre dejar de tocar y correr, o seguir tocando y sufrir la cólera de los poetas.
Todos ellos, científicos, poetas y trompetistas necesitan de los escritores para poder anotar sus descubrimientos, poesías y composiciones. De otra manera nadie recodaría los versos, los movimientos ni los nombres de las estrellas.
Por eso los escritores van siempre corriendo detrás de los más hábiles poetas, científicos y trompetistas. Los poetas y los científicos creen que todos los trompetistas son buenos, pero los escritores y los trompetistas saben que eso no es cierto.
Los escritores necesitan llevar un gran bolso que cuelga de sus hombros para cargar todos los lápices, papeles y lapiceras que necesitan. Porque no se puede escribir con la misma lapicera las melodías de los trompetistas, los descubrimientos de los científicos y los poemas de los poetas. Ni tampoco llevan las mismas tintas un poema de alegría que uno de nostalgia. Ni el bosquejo de una constelación, con el nombre de un cometa.
Como tampoco pueden ser del mismo color una canción que habla del miedo que otra que habla de belleza. Por eso los escritores llevan muchos lápices y lapiceras y muchas hojas de papel.
Todas les son útiles, pues las necesitan y les hacen bien.
(The Yellow Book)
lunes, 6 de diciembre de 2010
El caso de Benicio Fuentes
Permítanme contarles el caso de Benicio Fuentes.
Benicio era un muchacho joven con una irónica particularidad: carecía por completo de alguna seña particular. Es decir, no era bajo, pero tampoco era alto. No usaba el cabello corto, pero no podía decirse que lo usara largo. No usaba lentes ni tenía cicatrices. No llevaba lo que se dice barba, pero tampoco parecía recién afeitado. Sus ojos eran oscuros y sin brillo, pero no eran del todo inexpresivos. Al hablar no era aburrido, pero no llegaba en ningún momento a ser cautivante. En fin, Benicio era casi un misterio, uno nunca sabía lo que pasaba por su cabeza, pero tampoco se preocupaba por averiguarlo. Y así transcurrían sus días, pasando de un anonimato a otro, sin lograr dejar en nadie un recuerdo vívido.
Imagínense mi sorpresa el día que lo vi por la calle y lo noté diferente. Estaba yo parado en la vereda de enfrente, así que aproveché el que no me hubiese visto, para observarlo y ver si notaba que era lo que me resultaba extraño en él.
Lo seguí con la mirada hasta que llegó a mitad de cuadra. Entonces comencé a sentirme mal, apenado y no me quedó más remedio que apurarme para alcanzarlo.
-¡Benicio!- lo llamé de un grito cuando me di cuenta de que iba a tener que correr para alcanzarlo. Se detuvo.
-¿Qué haces, Mariano, tanto tiempo. Cómo andas?- Me saludó con un abrazo y allí caí en la cuenta de que no había podido descubrir que era lo que hacía que Benicio se viera tan distinto.
-Todo bien, yendo a trabajar, ¿Vos seguís por esta calle?- Tardé en responder
-Si, vamos si querés.- Respondió él bastante rápido.
Caminamos durante un par de minutos que parecieron horas. A cada paso que daba me sentía más cansado. Después de dos cuadras me empezó a doler la cabeza, así que le sugerí a Benicio que nos sentásemos en el café que había en esa esquina. Eso hicimos.
Me desabroché el segundo botón de la camisa y me disculpé para ir al baño. Luego de mojarme la cabeza me sentí mejor y regresé a la mesa.
-Sabes que me debe haber bajado la presión o algo por el estilo.- Comenté.
-Dos cafés.- Dijo Benicio dirigiéndose al mozo que justo pasaba por al lado mío. Yo asentí con la cabeza y puse mis manos sobre mis sienes.
-Ahora me voy a tener que pasar todo el día tomando pastillas.- Protesté mientras me sentaba. Benicio no dijo nada.
Después de sentarme, ya más tranquilo, se me ocurrió preguntarle como andaba.
-Y… no estoy bien.- Dijo él con sequedad.-Estoy triste por una mujer que se ha ido.-
Me quedé perplejo, a tal punto que me mantuve con la boca abierta el tiempo suficiente para que él se cansara de esperar mi respuesta.
-Era una mujer muy especial ¿Sabés?.- Continuó –Hacía que la vida fuese mucho más linda, todo el tiempo.-
Yo quería decirle algo, pero no sabía que. “¡Ahí está!” Pensé. Eso era lo extraño, Benicio estaba triste y lo expresaba todo el tiempo, con todo su ser. Supongo que antes no me había dado cuenta, preocupado por mi propio dolor de cabeza, pero ahora que lo pensaba tenía sentido. Su forma de caminar, cansina y pausada pero con pasos bien largos, como si en el fondo quisiese escapar de un mal momento pero no le alcanzasen las fuerzas. Sus silencios, hasta su forma de mirar y como entrelazaba sus dedos en una actitud de reposo. Todo era tristeza.
-Hay un árbol en el que ella solía sentarse, ahora ese árbol no florece.- Reanudó lo que parecía una especie de relato, no me prestaba atención ni me miraba. Era como si hubiese estado hablando para si mismo.
-También cantaba una canción muy bonita, que ahora cuando la escucho, suena como un lamento desgarrador.- Balbuceé unas sílabas inconexas y guardé silencio. Él prosiguió.
-A veces comíamos naranjas juntos. Pero ahora las naranjas no resultan ni siquiera agrias, más bien astringentes. Su risa… como extraño su risa.- Hizo una pausa.
-Es como si toda el agua del mundo no pudiese calmar mis ganas de estar con ella.-
En ese punto casi lo interrumpí por causa de unas fuertes nauseas que comencé a tener. Me sentí un pésimo amigo por no poder asistir como hubiera querido a la situación que me exponía Benicio. Me habría encantado darle alguna palabra de aliento, pero en ese momento en lo único que podía pensar era en lo mucho que me dolía el estómago, la cabeza y en el mareo que tenía.
-Disculpame, Benicio, me voy a ir para casa porque me siento muy mal.- No esperé su respuesta y me levanté, agarré mi abrigo y salí a buscar un taxi. Llegué a escuchar mientras salía, que Benicio seguía hablando solo.
-La angustia es tan grande y tan poderosa…-
Lamenté una vez más no haber podido ayudar a mi amigo.
Llegué a casa y me acosté, avisé que no iría a trabajar y me preparé un té. Llamé al doctor de urgencia y lo esperé acostado. Tardó dos horas en venir. Tiempo durante el cual padecí, a demás de mi malestar físico, el aburrido empate a cero entre Platense y Ferro. Cuando el médico llegó se lo dije.
-Más de dos horas llevo esperando…-
-Si, ya lo se pero ¿Qué quiere que haga yo?¿Ha visto todos los casos que hubo hoy?- Lo miré confundido.
-Usted tiene ese virus que le provoca nauseas y mareos ¿No?.-
-Si…- Respondí tímidamente.
-¿Y no escuchó nada?- El doctor me miró y se acercó al aparato de televisión. Puso un noticiero.
-Todo la mañana llevan hablando de eso, parece que es un virus que se debe haber pasado por el agua, pero no encontraron nada todavía.- El doctor continuó.
-Los de Aguas Provinciales dicen que en el agua no hay nada malo pero ¿Qué van a decir? Con todos los casos que hubo, todos en la misma zona, no se van a poder zafar.-
Volví a quedar perplejo. El noticiero decía que en el día se habían reportado no menos de diez mil casos y mostraban imágenes de la zona de alcance. En esas imágenes pude reconocer perfectamente mi barrio, el bar en el que me había sentado con Benicio, el almacén donde él trabajaba y el edificio en el que él vivía. Todos los otros lugares estaban entre medio de los anteriores. Y entonces lo recordé.
-La angustia es tan grande… y tan poderosa.-
Primavera, 2008
Benicio era un muchacho joven con una irónica particularidad: carecía por completo de alguna seña particular. Es decir, no era bajo, pero tampoco era alto. No usaba el cabello corto, pero no podía decirse que lo usara largo. No usaba lentes ni tenía cicatrices. No llevaba lo que se dice barba, pero tampoco parecía recién afeitado. Sus ojos eran oscuros y sin brillo, pero no eran del todo inexpresivos. Al hablar no era aburrido, pero no llegaba en ningún momento a ser cautivante. En fin, Benicio era casi un misterio, uno nunca sabía lo que pasaba por su cabeza, pero tampoco se preocupaba por averiguarlo. Y así transcurrían sus días, pasando de un anonimato a otro, sin lograr dejar en nadie un recuerdo vívido.
Imagínense mi sorpresa el día que lo vi por la calle y lo noté diferente. Estaba yo parado en la vereda de enfrente, así que aproveché el que no me hubiese visto, para observarlo y ver si notaba que era lo que me resultaba extraño en él.
Lo seguí con la mirada hasta que llegó a mitad de cuadra. Entonces comencé a sentirme mal, apenado y no me quedó más remedio que apurarme para alcanzarlo.
-¡Benicio!- lo llamé de un grito cuando me di cuenta de que iba a tener que correr para alcanzarlo. Se detuvo.
-¿Qué haces, Mariano, tanto tiempo. Cómo andas?- Me saludó con un abrazo y allí caí en la cuenta de que no había podido descubrir que era lo que hacía que Benicio se viera tan distinto.
-Todo bien, yendo a trabajar, ¿Vos seguís por esta calle?- Tardé en responder
-Si, vamos si querés.- Respondió él bastante rápido.
Caminamos durante un par de minutos que parecieron horas. A cada paso que daba me sentía más cansado. Después de dos cuadras me empezó a doler la cabeza, así que le sugerí a Benicio que nos sentásemos en el café que había en esa esquina. Eso hicimos.
Me desabroché el segundo botón de la camisa y me disculpé para ir al baño. Luego de mojarme la cabeza me sentí mejor y regresé a la mesa.
-Sabes que me debe haber bajado la presión o algo por el estilo.- Comenté.
-Dos cafés.- Dijo Benicio dirigiéndose al mozo que justo pasaba por al lado mío. Yo asentí con la cabeza y puse mis manos sobre mis sienes.
-Ahora me voy a tener que pasar todo el día tomando pastillas.- Protesté mientras me sentaba. Benicio no dijo nada.
Después de sentarme, ya más tranquilo, se me ocurrió preguntarle como andaba.
-Y… no estoy bien.- Dijo él con sequedad.-Estoy triste por una mujer que se ha ido.-
Me quedé perplejo, a tal punto que me mantuve con la boca abierta el tiempo suficiente para que él se cansara de esperar mi respuesta.
-Era una mujer muy especial ¿Sabés?.- Continuó –Hacía que la vida fuese mucho más linda, todo el tiempo.-
Yo quería decirle algo, pero no sabía que. “¡Ahí está!” Pensé. Eso era lo extraño, Benicio estaba triste y lo expresaba todo el tiempo, con todo su ser. Supongo que antes no me había dado cuenta, preocupado por mi propio dolor de cabeza, pero ahora que lo pensaba tenía sentido. Su forma de caminar, cansina y pausada pero con pasos bien largos, como si en el fondo quisiese escapar de un mal momento pero no le alcanzasen las fuerzas. Sus silencios, hasta su forma de mirar y como entrelazaba sus dedos en una actitud de reposo. Todo era tristeza.
-Hay un árbol en el que ella solía sentarse, ahora ese árbol no florece.- Reanudó lo que parecía una especie de relato, no me prestaba atención ni me miraba. Era como si hubiese estado hablando para si mismo.
-También cantaba una canción muy bonita, que ahora cuando la escucho, suena como un lamento desgarrador.- Balbuceé unas sílabas inconexas y guardé silencio. Él prosiguió.
-A veces comíamos naranjas juntos. Pero ahora las naranjas no resultan ni siquiera agrias, más bien astringentes. Su risa… como extraño su risa.- Hizo una pausa.
-Es como si toda el agua del mundo no pudiese calmar mis ganas de estar con ella.-
En ese punto casi lo interrumpí por causa de unas fuertes nauseas que comencé a tener. Me sentí un pésimo amigo por no poder asistir como hubiera querido a la situación que me exponía Benicio. Me habría encantado darle alguna palabra de aliento, pero en ese momento en lo único que podía pensar era en lo mucho que me dolía el estómago, la cabeza y en el mareo que tenía.
-Disculpame, Benicio, me voy a ir para casa porque me siento muy mal.- No esperé su respuesta y me levanté, agarré mi abrigo y salí a buscar un taxi. Llegué a escuchar mientras salía, que Benicio seguía hablando solo.
-La angustia es tan grande y tan poderosa…-
Lamenté una vez más no haber podido ayudar a mi amigo.
Llegué a casa y me acosté, avisé que no iría a trabajar y me preparé un té. Llamé al doctor de urgencia y lo esperé acostado. Tardó dos horas en venir. Tiempo durante el cual padecí, a demás de mi malestar físico, el aburrido empate a cero entre Platense y Ferro. Cuando el médico llegó se lo dije.
-Más de dos horas llevo esperando…-
-Si, ya lo se pero ¿Qué quiere que haga yo?¿Ha visto todos los casos que hubo hoy?- Lo miré confundido.
-Usted tiene ese virus que le provoca nauseas y mareos ¿No?.-
-Si…- Respondí tímidamente.
-¿Y no escuchó nada?- El doctor me miró y se acercó al aparato de televisión. Puso un noticiero.
-Todo la mañana llevan hablando de eso, parece que es un virus que se debe haber pasado por el agua, pero no encontraron nada todavía.- El doctor continuó.
-Los de Aguas Provinciales dicen que en el agua no hay nada malo pero ¿Qué van a decir? Con todos los casos que hubo, todos en la misma zona, no se van a poder zafar.-
Volví a quedar perplejo. El noticiero decía que en el día se habían reportado no menos de diez mil casos y mostraban imágenes de la zona de alcance. En esas imágenes pude reconocer perfectamente mi barrio, el bar en el que me había sentado con Benicio, el almacén donde él trabajaba y el edificio en el que él vivía. Todos los otros lugares estaban entre medio de los anteriores. Y entonces lo recordé.
-La angustia es tan grande… y tan poderosa.-
Primavera, 2008
miércoles, 24 de noviembre de 2010
La historia de Nidia y Omar
Omar era un músico que tocaba el violín con singular destreza. Interpretaba piezas con alegría y quienes lo escuchaban lo disfrutaban y lo admiraban por las emociones que lograba transmitir con su instrumento. Al terminar sus funciones, la gente se acercaba a estrecharle la mano, a felicitarlo y Nidia, a darle un abrazo.
Pero Omar se sentía insatisfecho porque ansiaba ser el más hábil violinista que jamás hubiese existido y que todos le reconociesen por ello. No importaba cuanto le aplaudiesen desde el público, el siempre sentía que tenía que tocar mejor y siempre se iba desconforme con su labor, cuando terminaban sus espectaculares presentaciones. Y no había ninguna palabra que Nidia, su mujer, pudiese decir para hacerlo cambiar de parecer.
Fue entonces que Omar, comenzó a ocuparse más tiempo en el perfeccionamiento de su técnica. Primero dejó de salir por las noches y su obsesión creció. Luego dejó de ver a sus amigos y más tarde, también a sus parientes. Hasta que un día dejó de salir de su casa. Nidia, desesperada, le repetía continuamente que se saliese de su ostracismo, pero el no le contestaba más que con una mirada seria.
Aquella mañana, Nidia se le acercó llorando y le imploró que le dirigiese la palabra. Omar giró su rostro hacia ella y sus ojos no pudieron verla. Durante varios días permaneció Nidia junto a él, esperando que le dijese una simple frase o una mirada al menos, como las de antes. Pero solo escuchaba las notas que salían del violín, nada más recibía Nidia de Omar. La situación se mantuvo hasta que el músico, incapaz de ver a Nidia, decidió que como ya no tenía nada que aprender allí, se iría a otra parte. Ella lo vio irse de la casa solo con su violín a cuestas, lloró la lagrima más triste y no volvió a llorar nunca más.
Omar viajó a muchas ciudades, llevando a todas partes su cada vez más pulida y prolija técnica. Y aunque sus interpretaciones despertaban enormes ovaciones y rostros admirados, él ya no recibía ningún abrazo después de los conciertos. Su música se acercaba a la perfección, pero se oía triste, hermosa y devastadora. Con el tiempo dejó de ver al público y no mucho después, dejó de ver a los demás músicos.
Vagó por las calles buscando las piezas que le faltaban a su música. Cuando caminaba ya no veía a ninguna persona. Viajó lejos, muy lejos, sin conseguir ver a nadie y cuando hubo llegado aún más lejos, cansado, se subió a un tren deslucido, de color azul, que no era conducido por nadie, donde Omar era el único pasajero. Pasó tiempo y más tiempo. Dejó de ver las estaciones, poco después también dejó de sentir el movimiento de los vagones.
Entonces y solo entonces Omar miró a sus alrededores, se asustó y sintió confundido. ¿Dónde estaba todo el mundo? Pensó. Pero más que nada pensó en Nidia, su mujer, su vida, su amada, su amada Nidia. Entonces sus ojos se llenaron de pensamientos y él extrañó profundamente su compañía. Omar ya no veía casi nada, todo en tiempo pensaba en Nidia y tocaba el violín.
Consiguió Omar un día, descender del tren azul que le llevaba y deambuló por las calles desiertas de una ciudad desconocida. Caminó como hacía tiempo no lo hacía y comenzó a ver los árboles y los insectos. De a poco fue capaz de empezar a ver personas, no muchas, pero las veía. Se acercó emocionado a un hombre delgado, que no era tan solo un hombre, sino un recuerdo disfrazado. Omar se presentó rápidamente y dijo el recuerdo ser como un brujo, o un mago. Le concedió, al verlo tan triste, un deseo al desdichado Omar. Sin pensarlo, Omar pidió al instante, que se le conceda el regresar con su amada Nidia. El recuerdo dijo entonces, que lo único que podía hacer por él, era concederle ver a Nidia, pero que ella no podría verlo, ni tocarlo y solo lo escucharía a través de su violín.
Así fue que Omar accedió y desde ese día, todos los días interpreta las más bellas melodías para su adorada Nidia. Y ella, sola, las escucha. Y siempre llora una sola lágrima.
“La historia de Nidia y Omar”
10-07-2009
Pero Omar se sentía insatisfecho porque ansiaba ser el más hábil violinista que jamás hubiese existido y que todos le reconociesen por ello. No importaba cuanto le aplaudiesen desde el público, el siempre sentía que tenía que tocar mejor y siempre se iba desconforme con su labor, cuando terminaban sus espectaculares presentaciones. Y no había ninguna palabra que Nidia, su mujer, pudiese decir para hacerlo cambiar de parecer.
Fue entonces que Omar, comenzó a ocuparse más tiempo en el perfeccionamiento de su técnica. Primero dejó de salir por las noches y su obsesión creció. Luego dejó de ver a sus amigos y más tarde, también a sus parientes. Hasta que un día dejó de salir de su casa. Nidia, desesperada, le repetía continuamente que se saliese de su ostracismo, pero el no le contestaba más que con una mirada seria.
Aquella mañana, Nidia se le acercó llorando y le imploró que le dirigiese la palabra. Omar giró su rostro hacia ella y sus ojos no pudieron verla. Durante varios días permaneció Nidia junto a él, esperando que le dijese una simple frase o una mirada al menos, como las de antes. Pero solo escuchaba las notas que salían del violín, nada más recibía Nidia de Omar. La situación se mantuvo hasta que el músico, incapaz de ver a Nidia, decidió que como ya no tenía nada que aprender allí, se iría a otra parte. Ella lo vio irse de la casa solo con su violín a cuestas, lloró la lagrima más triste y no volvió a llorar nunca más.
Omar viajó a muchas ciudades, llevando a todas partes su cada vez más pulida y prolija técnica. Y aunque sus interpretaciones despertaban enormes ovaciones y rostros admirados, él ya no recibía ningún abrazo después de los conciertos. Su música se acercaba a la perfección, pero se oía triste, hermosa y devastadora. Con el tiempo dejó de ver al público y no mucho después, dejó de ver a los demás músicos.
Vagó por las calles buscando las piezas que le faltaban a su música. Cuando caminaba ya no veía a ninguna persona. Viajó lejos, muy lejos, sin conseguir ver a nadie y cuando hubo llegado aún más lejos, cansado, se subió a un tren deslucido, de color azul, que no era conducido por nadie, donde Omar era el único pasajero. Pasó tiempo y más tiempo. Dejó de ver las estaciones, poco después también dejó de sentir el movimiento de los vagones.
Entonces y solo entonces Omar miró a sus alrededores, se asustó y sintió confundido. ¿Dónde estaba todo el mundo? Pensó. Pero más que nada pensó en Nidia, su mujer, su vida, su amada, su amada Nidia. Entonces sus ojos se llenaron de pensamientos y él extrañó profundamente su compañía. Omar ya no veía casi nada, todo en tiempo pensaba en Nidia y tocaba el violín.
Consiguió Omar un día, descender del tren azul que le llevaba y deambuló por las calles desiertas de una ciudad desconocida. Caminó como hacía tiempo no lo hacía y comenzó a ver los árboles y los insectos. De a poco fue capaz de empezar a ver personas, no muchas, pero las veía. Se acercó emocionado a un hombre delgado, que no era tan solo un hombre, sino un recuerdo disfrazado. Omar se presentó rápidamente y dijo el recuerdo ser como un brujo, o un mago. Le concedió, al verlo tan triste, un deseo al desdichado Omar. Sin pensarlo, Omar pidió al instante, que se le conceda el regresar con su amada Nidia. El recuerdo dijo entonces, que lo único que podía hacer por él, era concederle ver a Nidia, pero que ella no podría verlo, ni tocarlo y solo lo escucharía a través de su violín.
Así fue que Omar accedió y desde ese día, todos los días interpreta las más bellas melodías para su adorada Nidia. Y ella, sola, las escucha. Y siempre llora una sola lágrima.
“La historia de Nidia y Omar”
10-07-2009
miércoles, 10 de noviembre de 2010
"Reflejo del niño índigo"
Esa noche yo estaba muy confundido. Mis pensamientos vagaban sin punto fijo para estancarse en meollos insignificantes. Un vasto territorio de pequeñas penas, cada una de ellas incapaz de conmover por si solas el espíritu de un hombre. La verdadera desilusión, era que al darme vuelta, mi espíritu se veía como un campo interminable sembrado de pequeñas e insignificantes emociones.
Entre las sombras había algo agitándose. Traté de entornar los ojos, pero no conseguí distinguir nada. Me equivoco, pude distinguir los movimientos de algunas figuras insustanciales, cuyas fisonomías no las definían tanto como sus movimientos, flotaban y se desvanecían. Todo aparecía en una gama de colores en la que predominaba el índigo. Desenfocado, el campo parecía estar dominado, sin saturarse, por esa tonalidad. El índigo es el color de aquellos que tienen la capacidad de comunicarse con entidades que no pertenecen a nuestro plano.
Miré la masa informe, que no era más que la realidad que me rodeaba pero no podía percibir con detalle. La observé con decisión y sin llegar a ver nada supe que allí había algo más. Algo que se movía y ... ¿Me hablaba? ¡Si! Lo hacía, algo que estaba allí, en alguna parte de esa incongruencia visual, se comunicaba conmigo. Ahora, yo no veía más que tonalidades de índigo.
El vació absoluto, me llamaba por mi nombre y me decía que no creyese en la ausencia , que había un estado en el cual todas las cosas se encontraban siempre presentes.
Cuando volví a mirar hacia las sombras, vi que algo se acercaba, en realidad se materializaba. Poco a poco iba tomando una forma más definida, más concreta. Y era un niño, lo que me hablaba entre las brumas de colores fríos, índigos, era un niño de nueve años. Me sorprendí y le pregunté quien era. Me miró y sus ojos eran tan profundos que parecían estar vacíos, pero estaban completos. Me respondió que yo estaba perdido, que él me ayudaría a regresar y a ver. Que él ni siquiera era un niño, tan solo el reflejo de uno.
(A mi amiga Agus,
que retrató sin saberlo,
un mundo escondido adentro mío)
Entre las sombras había algo agitándose. Traté de entornar los ojos, pero no conseguí distinguir nada. Me equivoco, pude distinguir los movimientos de algunas figuras insustanciales, cuyas fisonomías no las definían tanto como sus movimientos, flotaban y se desvanecían. Todo aparecía en una gama de colores en la que predominaba el índigo. Desenfocado, el campo parecía estar dominado, sin saturarse, por esa tonalidad. El índigo es el color de aquellos que tienen la capacidad de comunicarse con entidades que no pertenecen a nuestro plano.
Miré la masa informe, que no era más que la realidad que me rodeaba pero no podía percibir con detalle. La observé con decisión y sin llegar a ver nada supe que allí había algo más. Algo que se movía y ... ¿Me hablaba? ¡Si! Lo hacía, algo que estaba allí, en alguna parte de esa incongruencia visual, se comunicaba conmigo. Ahora, yo no veía más que tonalidades de índigo.
El vació absoluto, me llamaba por mi nombre y me decía que no creyese en la ausencia , que había un estado en el cual todas las cosas se encontraban siempre presentes.
Cuando volví a mirar hacia las sombras, vi que algo se acercaba, en realidad se materializaba. Poco a poco iba tomando una forma más definida, más concreta. Y era un niño, lo que me hablaba entre las brumas de colores fríos, índigos, era un niño de nueve años. Me sorprendí y le pregunté quien era. Me miró y sus ojos eran tan profundos que parecían estar vacíos, pero estaban completos. Me respondió que yo estaba perdido, que él me ayudaría a regresar y a ver. Que él ni siquiera era un niño, tan solo el reflejo de uno.
(A mi amiga Agus,
que retrató sin saberlo,
un mundo escondido adentro mío)
lunes, 1 de noviembre de 2010
De como me convertí en un planeta. (ojo con esto)
Ray Bradbury estaba ahí, me miró y me preguntó qué estaba haciendo yo allí. Lo miré, hice una pausa y sin dejar que me temblara la voz respondí con tono astuto – Yo podría hacerle la misma pregunta, Sr. Bradbury.- Me sentí muy astuto. Ray Bradbury parecía confundido, estaba parado en mi panza, junto a un lunar que tengo cerca del ombligo, del otro lado había un cuete, como los que se usan para ir al espacio. Me miró y se podía ver claramente que estaba cruzado por una profunda emoción, sus ojos veían lejos, cristalinos y ligeramente húmedos. Su voz se quebró al preguntarme – ¿Esto es Marte?- Le respondí que no, que era mi panza. Y entonces se puso furioso - ¡Tonto! – Exclamó Ray Bradbury con profusa indignación – No sabes lo que has hecho, te estás convirtiendo… Oh, diablos! EN UN PLANETA!- Rápidamente me miré la panza y entonces descubrí que lo que decía Bradbury era cierto. Mi barriga en toda su plenitud, se había teñido del mismo tono rojizo con el que el escritor describiera al planeta. Rojo, rojo gastado, erosionado. Aspiré el aire pausadamente, para no marearme. Pero allí estaba, tan claro y tan tangible como cualquier otra cosa. Comprendí el alcance de lo que el me había dicho. Había dejado que los acontecimientos se sucedieran libremente y me estaba convirtiendo en un planeta. Mis pies comenzaron a sentirse más livianos y poco tiempo después me encontré flotando en calma. Giraba lentamente sobre mi propio eje. Me volví hacia Ray Bradbury para pedirle una explicación con la mirada, pero el estaba absorto en sus propias cavilaciones, las cuales no me atreví a interrumpir.
De improviso, un sonido tenue pero notorio cortó el silencio de mis pensamientos. Era como si estuviesen raspando una superficie, pero con suavidad y autocontrol. Y provenía del cohete. Permanecí observando con expectativa hasta que vislumbré una sombra del otro lado de la nave. Estiré el cuello para alcanzar la figura con mi vista y lo conseguí, lo que percibí, me dejó sin aliento, anonadado. Junto a la superficie del vehículo espacial, se encontraba nada menos que el Sr. Miyagui. Si, aquella estrella de inagotable sabiduría karateka no paraba de encerar y pulir el costado del cohete. Me cagué de risa. Pero enseguida me disculpé con Miyagui, porque lo había interrumpido en su tarea. El hizo una profunda reverencia y me preguntó si había algo que el pudiese hacer por mi. Yo no supe que contestar, qué podía pedirle yo al gran Sr. Miyagui. Entonces se me ocurrió que tal vez el podría hacer algo para calmarlo a Ray Bradbury que había quedado bastante desorientado con todo este tema del planeta. Se lo sugerí y el asintió con la cabeza al tiempo que decía – Hai – Entonces fue a buscar al escritor y le explicó que lo que estaba ocurriendo era perfectamente normal y lo invitó a su casa. Si, ahí vi que atrás del cuete estaba la casa de Miyagui y se sentaron los dos en unas reposeras. El maestro de karate fue a buscar champagne y ambos se quedaron bebiendo hasta entrada la noche, charlando de sus experiencias y desventuras y comentando los resultados de la última fecha de la Liga de Campeones.
Yo observé que ninguno de ellos tenía traje de astronauta, ni casco, ni máscara. Y me sentí orgulloso de ser un planeta con atmósfera.
De improviso, un sonido tenue pero notorio cortó el silencio de mis pensamientos. Era como si estuviesen raspando una superficie, pero con suavidad y autocontrol. Y provenía del cohete. Permanecí observando con expectativa hasta que vislumbré una sombra del otro lado de la nave. Estiré el cuello para alcanzar la figura con mi vista y lo conseguí, lo que percibí, me dejó sin aliento, anonadado. Junto a la superficie del vehículo espacial, se encontraba nada menos que el Sr. Miyagui. Si, aquella estrella de inagotable sabiduría karateka no paraba de encerar y pulir el costado del cohete. Me cagué de risa. Pero enseguida me disculpé con Miyagui, porque lo había interrumpido en su tarea. El hizo una profunda reverencia y me preguntó si había algo que el pudiese hacer por mi. Yo no supe que contestar, qué podía pedirle yo al gran Sr. Miyagui. Entonces se me ocurrió que tal vez el podría hacer algo para calmarlo a Ray Bradbury que había quedado bastante desorientado con todo este tema del planeta. Se lo sugerí y el asintió con la cabeza al tiempo que decía – Hai – Entonces fue a buscar al escritor y le explicó que lo que estaba ocurriendo era perfectamente normal y lo invitó a su casa. Si, ahí vi que atrás del cuete estaba la casa de Miyagui y se sentaron los dos en unas reposeras. El maestro de karate fue a buscar champagne y ambos se quedaron bebiendo hasta entrada la noche, charlando de sus experiencias y desventuras y comentando los resultados de la última fecha de la Liga de Campeones.
Yo observé que ninguno de ellos tenía traje de astronauta, ni casco, ni máscara. Y me sentí orgulloso de ser un planeta con atmósfera.
domingo, 31 de octubre de 2010
El día del pastel en Colin Mollado
Era una noche cerrada, cálida. Framptom bailaba la canción de los pasteles y el pueblo entero le admiraba.
Como pocas cosas lo hacían, las celebraciones del día del pastel, lograban unificar los espíritus de todos los habitantes de Colin Mollado, un pueblo del oeste argentino. Dentro de todas las actividades que podían encontrarse, había una feria, un escenario donde se presentaban obras de teatro y finalmente el gran baile en el molino. Pero la sensación excluyente, aquello que conseguía siempre llamar la atención, al punto de haberse convertido en una tradición tan firme como la de cortar el Gran Pastel, era Daniel Framptom bailando la canción de los pasteles. Cuando lo hacía las mujeres suspiraban, incluso aquellas que, sin lograrlo, intentaban apartar la mirada hacia otro lado. Los hombres se divertían, porque el baile de los pasteles era a su vez cómico y magnífico, los jóvenes lo admiraban y los ancianos asentían con la cabeza.
Durante los cinco minutos que duraba la canción, Daniel Framptom era un generador de felicidad que hacía vibrar a los cincomil corazones que habitaban el pueblo, especialmente el de Canela Vismar, que lo miraba con una sonrisa tan incontenible como imperecedera, así es como siempre recordaré el rostro de Canela. Porque cuando veía bailar a Daniel, era subrayadamente bella.
Al terminar, la gente coreaba su nombre estruendosamente, lo llevaba en andas hasta el puesto de bebidas y le invitaban una gran jarra de cerveza que había que sostener con ambas manos. A Canela le hubiese gustado acercarse y decirle lo mucho que lo quería, pero no se atrevía.
Esa noche, Daniel le preguntó a Canela por qué estaba tan triste. Ella respondió sin mentir, que no sentía tristeza alguna. Pero Daniel podía percibir un velo de amargura. Entonces la invitó a acompañarlo en el gran baile del molino, ella aceptó entusiasmada y el pudo ver la misma expresión, el mismo rostro, que ella lucía cuando lo miraba bailar.
Bailaron juntos. Pero no fueron elegidos rey y reina del pastel, porque el pueblo designó a otra pareja. De todas formas se quedaron bajo la luz de la luna hasta que el sol les tocó el hombro y un pescador les regaló siete pescados.
Como pocas cosas lo hacían, las celebraciones del día del pastel, lograban unificar los espíritus de todos los habitantes de Colin Mollado, un pueblo del oeste argentino. Dentro de todas las actividades que podían encontrarse, había una feria, un escenario donde se presentaban obras de teatro y finalmente el gran baile en el molino. Pero la sensación excluyente, aquello que conseguía siempre llamar la atención, al punto de haberse convertido en una tradición tan firme como la de cortar el Gran Pastel, era Daniel Framptom bailando la canción de los pasteles. Cuando lo hacía las mujeres suspiraban, incluso aquellas que, sin lograrlo, intentaban apartar la mirada hacia otro lado. Los hombres se divertían, porque el baile de los pasteles era a su vez cómico y magnífico, los jóvenes lo admiraban y los ancianos asentían con la cabeza.
Durante los cinco minutos que duraba la canción, Daniel Framptom era un generador de felicidad que hacía vibrar a los cincomil corazones que habitaban el pueblo, especialmente el de Canela Vismar, que lo miraba con una sonrisa tan incontenible como imperecedera, así es como siempre recordaré el rostro de Canela. Porque cuando veía bailar a Daniel, era subrayadamente bella.
Al terminar, la gente coreaba su nombre estruendosamente, lo llevaba en andas hasta el puesto de bebidas y le invitaban una gran jarra de cerveza que había que sostener con ambas manos. A Canela le hubiese gustado acercarse y decirle lo mucho que lo quería, pero no se atrevía.
Esa noche, Daniel le preguntó a Canela por qué estaba tan triste. Ella respondió sin mentir, que no sentía tristeza alguna. Pero Daniel podía percibir un velo de amargura. Entonces la invitó a acompañarlo en el gran baile del molino, ella aceptó entusiasmada y el pudo ver la misma expresión, el mismo rostro, que ella lucía cuando lo miraba bailar.
Bailaron juntos. Pero no fueron elegidos rey y reina del pastel, porque el pueblo designó a otra pareja. De todas formas se quedaron bajo la luz de la luna hasta que el sol les tocó el hombro y un pescador les regaló siete pescados.
viernes, 24 de septiembre de 2010
El Rey de los Nosos y el Rugidor
Poster, Rey de los Nosos, mecía sus dedos sobre la guitarra. Con ligereza y precisión, afinaba los diecisiete tonos de la escala Nóstica.
Sus ojos entrecerrados miraban hacia delante como buscando algo más que la nota adecuada. No necesitaba ver donde se posaban sus dedos, simplemente llegaba siempre a tiempo a la nota que quería. Todos los nosos lo respetaban por su habilidad y sabiduría.
Junto a él, se encontraba un rugidor, los rugidores suelen ser más altos que los nosos, pero este era un rugidor particularmente grande. Los rugidores se caracterizaban por tener una voz profunda y ronca (de ahí su nombre) sonaban como verdaderas bestias cuando hablaban; pero este era especial, este rugidor podía cantar.
La mayoría de los rugidores no podía cantar, de hecho había muchos que por el carácter y la altura de su voz, encontraban el hablar sumamente incómodo y lo evitaban en la medida de lo posible. Pero este rugidor era diferente, su nombre era Mómoc y no solo podía, si no que disfrutaba de entonar numerosos tipos de melodías. A pesar de que su voz era muy grave y rasposa (o quizás precisamente por eso) lograba un equilibrio entre fuerza y sutileza que conseguía conmover a la audiencia siempre.
Mómoc era el orgullo de los rugidores y en sus conciertos con el Rey de los nosos daban a ambas razas un ejemplo de igualdad y tolerancia. Aunque había veces, cuando estaban ebrios y se faltaban el respeto, en que terminaban golpeándose con los puños, y esto enardecía las disputas entre la audiencia. Pero luego se calmaban y la paz volvía a reinar entre ellos. Tanto los nosos como los rugidores comparten una gran pasión por el buen vino, que a menudo desembocaban en altercados y Poster y Mómoc no eran la excepción a esta norma.
De cualquier manera, nada de eso conseguía apartar lo mucho que disfrutaban haciendo música. El público, de la índole que fuera, lo comprendía y también lo compartía. Pero no importaba cuantas veces hubieran tocado juntos, ni cuantas veces el público se hubiese enamorado de ellos, esa noche tendrían razones para estar nerviosos porque se presentarían ante el hombre más poderoso de Noruega: el heladero Chip.
Habían preparado un concierto especial que incluía “La canción del heladero”. Sabían que todos estarían pendientes de ello y también sabían que el heladero Chip no se conformaría con una simple presentación. Tendrían que estar magistrales para que la aprobación de Chip fuese tal, que tuviese que regalarle helados a todos los asistentes al concierto. Solo así conseguirían romper las barreras de sus propios logros y conseguirse un lugar en “El círculo vitamínico e los recordados”. Con sus nombres reemplazarían denominativos como el de la vitamina “E” o la “G”, y eso era groso.
Las manos de Poster temblaban un poco
- Los nervios son buenos, a veces.- Dijo, y descorchó una botella de vino azul.
- ¡El vino es bueno! – Respondió casi de inmediato Mómoc el Rugidor.
- Solo faltan diez minutos para salir a escena ¿No estás nervioso? –
El rugidor eructó, pero se lograba ver, a través de su decisión, que un poco sentía esa sensación de ansiedad propia del momento que precede al espectáculo.
- Cuando esto haya terminado… - dijo el soberano de los nosos - …Me compraré un sombrero nuevo, con estampas de colores y ala no tan ancha. Y si es posible, que tenga una pluma.-
- Yo pediré que se me traiga una doble ración de guiso de lentejas.- Agregó el rugidor, el Rey de los Nosos asintió en silencio.
-Con puré.- Agregó después Mómoc. El rey Poster cambió su expresión por una mueca de repugnancia.
El presentador se acercó y les comunicó que eran los próximos.
Poster y Mómoc se miraron, uno sonrió primero, el otro sonrió después. Se pusieron sus sacos de piel de murciélago y caminaron hacia el escenario. El público comenzó a preparar una ovación.
Sus ojos entrecerrados miraban hacia delante como buscando algo más que la nota adecuada. No necesitaba ver donde se posaban sus dedos, simplemente llegaba siempre a tiempo a la nota que quería. Todos los nosos lo respetaban por su habilidad y sabiduría.
Junto a él, se encontraba un rugidor, los rugidores suelen ser más altos que los nosos, pero este era un rugidor particularmente grande. Los rugidores se caracterizaban por tener una voz profunda y ronca (de ahí su nombre) sonaban como verdaderas bestias cuando hablaban; pero este era especial, este rugidor podía cantar.
La mayoría de los rugidores no podía cantar, de hecho había muchos que por el carácter y la altura de su voz, encontraban el hablar sumamente incómodo y lo evitaban en la medida de lo posible. Pero este rugidor era diferente, su nombre era Mómoc y no solo podía, si no que disfrutaba de entonar numerosos tipos de melodías. A pesar de que su voz era muy grave y rasposa (o quizás precisamente por eso) lograba un equilibrio entre fuerza y sutileza que conseguía conmover a la audiencia siempre.
Mómoc era el orgullo de los rugidores y en sus conciertos con el Rey de los nosos daban a ambas razas un ejemplo de igualdad y tolerancia. Aunque había veces, cuando estaban ebrios y se faltaban el respeto, en que terminaban golpeándose con los puños, y esto enardecía las disputas entre la audiencia. Pero luego se calmaban y la paz volvía a reinar entre ellos. Tanto los nosos como los rugidores comparten una gran pasión por el buen vino, que a menudo desembocaban en altercados y Poster y Mómoc no eran la excepción a esta norma.
De cualquier manera, nada de eso conseguía apartar lo mucho que disfrutaban haciendo música. El público, de la índole que fuera, lo comprendía y también lo compartía. Pero no importaba cuantas veces hubieran tocado juntos, ni cuantas veces el público se hubiese enamorado de ellos, esa noche tendrían razones para estar nerviosos porque se presentarían ante el hombre más poderoso de Noruega: el heladero Chip.
Habían preparado un concierto especial que incluía “La canción del heladero”. Sabían que todos estarían pendientes de ello y también sabían que el heladero Chip no se conformaría con una simple presentación. Tendrían que estar magistrales para que la aprobación de Chip fuese tal, que tuviese que regalarle helados a todos los asistentes al concierto. Solo así conseguirían romper las barreras de sus propios logros y conseguirse un lugar en “El círculo vitamínico e los recordados”. Con sus nombres reemplazarían denominativos como el de la vitamina “E” o la “G”, y eso era groso.
Las manos de Poster temblaban un poco
- Los nervios son buenos, a veces.- Dijo, y descorchó una botella de vino azul.
- ¡El vino es bueno! – Respondió casi de inmediato Mómoc el Rugidor.
- Solo faltan diez minutos para salir a escena ¿No estás nervioso? –
El rugidor eructó, pero se lograba ver, a través de su decisión, que un poco sentía esa sensación de ansiedad propia del momento que precede al espectáculo.
- Cuando esto haya terminado… - dijo el soberano de los nosos - …Me compraré un sombrero nuevo, con estampas de colores y ala no tan ancha. Y si es posible, que tenga una pluma.-
- Yo pediré que se me traiga una doble ración de guiso de lentejas.- Agregó el rugidor, el Rey de los Nosos asintió en silencio.
-Con puré.- Agregó después Mómoc. El rey Poster cambió su expresión por una mueca de repugnancia.
El presentador se acercó y les comunicó que eran los próximos.
Poster y Mómoc se miraron, uno sonrió primero, el otro sonrió después. Se pusieron sus sacos de piel de murciélago y caminaron hacia el escenario. El público comenzó a preparar una ovación.
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