En el centro del bosque, vivía una mujer cuyo corazón con solo palpitar, encendía la alegría en aquellos lo suficientemente afortunados para acercarse a ella. Sus manos eran hábiles para cocinar, pero no tanto como lo eran sus piernas para bailar. En sus ojos brillaba un conocimiento más antiguo que ella misma y más profundo que el entendimiento mismo. Su sonrisa era la prueba irrefutable de que la belleza existía y era conmovedora. Tan fuerte como un puño cerrado, tan filosa como una espada.
Ella vivía en el centro del bosque, sus visitantes debían cruzar un largo y complicado camino para alcanzar su morada, pero lo hacían de todas formas, tal era valor de su compañía. También le gustaba deambular por el bosque, descubrir cosas nuevas en los sitios más antiguos de la zona, sitios que a veces escondían sus secretos y otras los mostraban.
Pero en el invierno, cuando llegaba el verdadero azote del frío, la nieve cubría el bosque por completo. Era una proeza insólita el alcanzar su cabaña y ella ni siquiera podía abrir la puerta. Durante varios meses pocos seres entraban o salían del bosque. Menos aún eran los que llegaban hasta su casa y ninguno que hiciera contacto con ella.
Durante este período la mujer se sentía, de a momentos, triste. Porque anhelaba el exterior y disfrutaba de recibir a sus visitas. Cuando caía la nieve ella lloraba y se reía al mismo tiempo. Lloraba porque la nieve la atraparía en los confines de su propia cabaña, pero reía, porque también amaba a la nieve. Esta era parte de su espacio, y era bellísima, suave, tenue, sobrecogedora. La mujer se preparaba para afrontar el tiempo que debía pasar bajo el cobijo helado de su única visitante invernal.
Dentro de su casa, atrapada físicamente, ella tejía un tapiz para abrigarse, pero también para mantener sus dedos ágiles. Subía y bajaba permanentemente las dos escaleras que tenía la casa, para no perder la fuerza en sus piernas. Y para que su mente no se sintiera encerrada, creaba canciones que dedicaba a cada una de las cosas que extrañaba y también a cada una de las cosas que solo tenía durante el período de nevada.
Su voz se hacía un eco interminable en la casa, en el suelo, en el aire mismo que rodeaba la cabaña. A medida que transcurría el invierno su voz se tornaba más dulce, cantando las emociones que su corazón no podía transmitir de otra manera. El dolor de la soledad, se mezclaba con la alegría de una compañía latente que siempre estaba junto a ella.
La mujer atrapada en la nieve padecía su hermosa prisión, pero había aprendido a amarla y a respetarla de la forma más digna que ella concebía. Su canto llevaba sus emociones a través del bosque y la nieve al escucharlo iba tomando forma, iba cobrando vida. Antes del deshielo, la puerta de su cabaña quedaba liberada y ella podía salir a su campo congelado, en donde la nieve había creado un jardín de estatuas con cada una de sus emociones. Ella lo contemplaba, lloraba y se reía.
(A Tania, cuyo calor abriga sin destruir)
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