Todos los sabores del mañana.
Con los ojos llenos de preguntas y los oídos de arena, el marinero se quedó mirando como la mujer guardaba la última pollera en un gran bolso. Hacía varios días que su embarcación estaba atracada en el puerto de Quilon y la mujer siempre había estado en la orilla, en uno de los mercados móviles que inundaban la zona. Ella terminó de acomodar su mercadería y colocó sus manos en la cintura, suspiró y luego levantó la vista. El marinero, que llevaba un sombrero deshilachado, estaba recostado en una pendiente sobre su codo derecho; pero nunca dejó de mirarla. Sus ojos se encontraron y compartieron la brisa del oeste, era un día muy caluroso. La mujer se agachó a levantar sus bolsos, tomó el recaudo de revisar si se olvidaba algo y luego se los echó al hombro. Cuando levantó la mirada el hombre ya no estaba, ella cerró sus puños con fuerza sobre las manijas de hilo y dio media vuelta. Al hacerlo escuchó que alguien le llamaba, no entendió lo que le decían, pero se detuvo. El marinero la alcanzó con un paso ligero y esbozó una serie de palabras en un idioma que ella desconocía. El vio en sus ojos la confusión y vio mucho más. Entonces le tendió una cadenilla plateada, ante la duda de la mujer, él tomó uno de los bolsos que ella llevaba y le colocó la cadenilla dentro de la mano. Ese sencillo objeto representaba casi todo el capital del que él disponía, pero ella no lo sabía. La mujer respondió algo que el marinero jamás comprendió y se volvió hacia otro bolso, tomó de este un sombrero de marino y se lo entregó. Ambos balbucearon agradecimientos en lenguas que les eran extranjeras para ver si el otro las comprendía, pero tampoco así entendieron lo que se dijeron. El marinero le devolvió el bolso, la mujer sonrió y se fue pensando si alguna vez volvería a ver a ese marinero. Él la miro alejarse y volvió esperando que su barco no tuviese que zarpar esa noche.
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