"Dos vasos de cerveza"
Eran dos marinos, Jules y Fidel, se sentaban siempre juntos a tomar cerveza en el mismo bar, cuando estaban en tierra. Lo que más les gustaba era tomar cerveza y contar las historias que habían vivido, en aguas lejanas, en puertos extraños, con gentes misteriosas. Siempre terminaban igual, borrachos y a las carcajadas, pero eran tan alegres, que todos se reían con sus fantásticas historias. Cuando estaban en tierra.
Siempre que iban a altamar, la mujer de Jules les preparaba un soberbio desayuno compuesto por muchos platillos diferentes. Después, Norah, los acompañaba a los muelles y se quedaba el día entero hasta que el barco zarpaba. Antes de irse, Jules le daba un beso y cuando parecía que ya se estaba marchando, se volvía hacia Norah y sonreía de costado, con un solo lado de la cara. Entonces ella le devolvía la sonrisa, pero la de ella era una sonrisa amplia y deliciosa, que era imposible de contener en un rostro que no fuese el de Norah. Siempre, lo último que veía el uno del otro, era una sonrisa.
Fidel no tenía esposa, aunque si muchas mujeres, él sabía que si algún día tenían un accidente y no volvían de altamar, lo llorarían muchas más damas que a su amigo, pero que ninguna de ellas lo lloraría tanto como Norah a su corpulento marido. Jules era bastante alto y siempre bromeaba poniendo una mano sobre el hombro de su amigo y diciéndole que era un enano, lo cual era cierto. Fidel, que era más pequeño y tenía la cabeza llena de rulos, protestaba un rato con gesto enérgico y luego tomando aires de suficiencia, le respondía que él se estaba quedando pelado, lo cual también era cierto. La discusión continuaba hasta que uno de los dos, agotada su paciencia, amenazaba con golpear al otro. Por lo general lograban resolver el altercado por sus propios medios, pero a veces era necesaria la acción de uno o más de sus compañeros para interrumpir sus pleitos sin que llegasen a golpearse.
Los barcos pesqueros siempre querían contratarlos, porque a demás de ser excelentes marinos y pescadores, navegar con ellos era muy divertido. Excepto cuando los dos se ponían de acuerdo para gastarle una broma a algún otro miembro de la tripulación, por supuesto, ese pobre desdichado terminaba fuera de sí, a los gritos y exigiendo venganza. Pero todos los demás, que observaban la broma desde afuera y muchas veces eran cómplices, se entretenían en grande.
Jules tenía la habilidad de moverse con una presteza y velocidad poco usual en alguien de su tamaño, tanto en cubierta como dentro del barco, podía llegar de un lado a otro en instantes y era tan ligero para cumplir las órdenes del capitán, como para ignorarlas cuando él mismo las consideraba equivocadas. Nunca se equivocaba, Jules, tenía madera de capitán. Fidel siempre se quedaba observando el cielo y decía que podía oler los cambios de humedad en el aire. Cuando los otros marineros le preguntaban por el clima, él siempre se tomaba un momento y les respondía con una sonrisa de satisfacción, como si estuviese leyendo en el mismo firmamento. Lo que Fidel predecía, siempre se cumplía. Siempre, menos aquella vez.
-Tendremos una noche hermosa.- Dijo, como siempre decía antes de una noche así.
Pero no aquella vez. No aquella vez.
No importa lo hábiles que pudieran haber sido los tripulantes de aquel buque pesquero, ninguna maniobra los hubiera sacado del tifón. Se encontraban a merced de ese caprichoso Dios del mar, al que todo marino parece rezar o al menos tener en consideración por si su ira inexplicable, algún día, llega a posarse sobre sus cabezas. Y aquel temido día llegó, como había llegado muchas otras veces, esta vez llegó con el día terminado. El mar fue cruelmente violento y la noche, cerrada y fría, los devoró.
Algunos días después, cuando en el puerto se enteraron, comunicaron las noticias, las tristes noticias. Muchas mujeres lloraron, pero más que todas ellas, lloró Norah, como ninguna otra, a su amado. Ella miraba la mesa de la cocina, pero nunca más preparó allí otro desayuno.
Es difícil saber que se dijo de los otros, pero hay un bar muy cerca de los muelles, desde donde puede verse el mar ir y venir con sus olas, donde todas las noches, en una mesa junto a la ventana, ponen dos velas y dos vasos de cerveza, que están siempre allí esperando, por si algún día Jules y Fidel, vuelven para contar la historia del naufragio. En ese bar siempre brillan, a la luz de las velas, dos vasos de cerveza, que están siempre allí, esperando. Y si alguien se sienta en la mesa, en la que está junto a la ventana, tiene que contar una historia o irse del bar sin tomar nada.
¿Alguna vez has sentido que el universo se transforma a tu alrededor? ¿Nunca te dijiste "Muy bueno todo... pero donde estoy"? ¿Donde te pensás que estaban los guionistas de la dimensión desconocida? Elaboraciones de una mente que bien pudo haberse ido a dormir, pero no lo hizo.
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lunes, 25 de julio de 2011
lunes, 17 de enero de 2011
HISTORIAS DE PUERTO II
Todos los sabores del mañana.
Con los ojos llenos de preguntas y los oídos de arena, el marinero se quedó mirando como la mujer guardaba la última pollera en un gran bolso. Hacía varios días que su embarcación estaba atracada en el puerto de Quilon y la mujer siempre había estado en la orilla, en uno de los mercados móviles que inundaban la zona. Ella terminó de acomodar su mercadería y colocó sus manos en la cintura, suspiró y luego levantó la vista. El marinero, que llevaba un sombrero deshilachado, estaba recostado en una pendiente sobre su codo derecho; pero nunca dejó de mirarla. Sus ojos se encontraron y compartieron la brisa del oeste, era un día muy caluroso. La mujer se agachó a levantar sus bolsos, tomó el recaudo de revisar si se olvidaba algo y luego se los echó al hombro. Cuando levantó la mirada el hombre ya no estaba, ella cerró sus puños con fuerza sobre las manijas de hilo y dio media vuelta. Al hacerlo escuchó que alguien le llamaba, no entendió lo que le decían, pero se detuvo. El marinero la alcanzó con un paso ligero y esbozó una serie de palabras en un idioma que ella desconocía. El vio en sus ojos la confusión y vio mucho más. Entonces le tendió una cadenilla plateada, ante la duda de la mujer, él tomó uno de los bolsos que ella llevaba y le colocó la cadenilla dentro de la mano. Ese sencillo objeto representaba casi todo el capital del que él disponía, pero ella no lo sabía. La mujer respondió algo que el marinero jamás comprendió y se volvió hacia otro bolso, tomó de este un sombrero de marino y se lo entregó. Ambos balbucearon agradecimientos en lenguas que les eran extranjeras para ver si el otro las comprendía, pero tampoco así entendieron lo que se dijeron. El marinero le devolvió el bolso, la mujer sonrió y se fue pensando si alguna vez volvería a ver a ese marinero. Él la miro alejarse y volvió esperando que su barco no tuviese que zarpar esa noche.
Con los ojos llenos de preguntas y los oídos de arena, el marinero se quedó mirando como la mujer guardaba la última pollera en un gran bolso. Hacía varios días que su embarcación estaba atracada en el puerto de Quilon y la mujer siempre había estado en la orilla, en uno de los mercados móviles que inundaban la zona. Ella terminó de acomodar su mercadería y colocó sus manos en la cintura, suspiró y luego levantó la vista. El marinero, que llevaba un sombrero deshilachado, estaba recostado en una pendiente sobre su codo derecho; pero nunca dejó de mirarla. Sus ojos se encontraron y compartieron la brisa del oeste, era un día muy caluroso. La mujer se agachó a levantar sus bolsos, tomó el recaudo de revisar si se olvidaba algo y luego se los echó al hombro. Cuando levantó la mirada el hombre ya no estaba, ella cerró sus puños con fuerza sobre las manijas de hilo y dio media vuelta. Al hacerlo escuchó que alguien le llamaba, no entendió lo que le decían, pero se detuvo. El marinero la alcanzó con un paso ligero y esbozó una serie de palabras en un idioma que ella desconocía. El vio en sus ojos la confusión y vio mucho más. Entonces le tendió una cadenilla plateada, ante la duda de la mujer, él tomó uno de los bolsos que ella llevaba y le colocó la cadenilla dentro de la mano. Ese sencillo objeto representaba casi todo el capital del que él disponía, pero ella no lo sabía. La mujer respondió algo que el marinero jamás comprendió y se volvió hacia otro bolso, tomó de este un sombrero de marino y se lo entregó. Ambos balbucearon agradecimientos en lenguas que les eran extranjeras para ver si el otro las comprendía, pero tampoco así entendieron lo que se dijeron. El marinero le devolvió el bolso, la mujer sonrió y se fue pensando si alguna vez volvería a ver a ese marinero. Él la miro alejarse y volvió esperando que su barco no tuviese que zarpar esa noche.
viernes, 17 de diciembre de 2010
HISTORIAS DE PUERTO
Dos estibadores descansaban bajo un farol del puerto. Uno de ellos disfrutaba un cigarro armado con tabaco nicaragüense, el otro permanecía impávido con la vista en el oscuro horizonte, más allá del río. El que fumaba el cigarro ya se había equivocado dos veces tratando de abrocharse los botones de su chaqueta, mantenía la mirada baja y trataba de hacer la menor cantidad de movimientos posibles en esta tercera maniobra. Tal vez su compañero no se percatase de sus intentos anteriores. Para tantearlo, arrojó la siguiente pregunta:
-¿Tendremos que subir pronto al barco?- Dijo sin quitarle un ojo de encima. Pero el otro siguió mirando al frente, los ojos entrecerrados atajaban el viento.
-Porque… este descanso no está nada mal, después de la cantidad de cajas que acomodamos arriba.- Retomó luego de comprobar que el otro no le respondía. Entonces agregó:
-¡Y mañana lo que nos espera! Llevan el doble hasta Bélgica.-
El otro estibador, que se encontraba aún contemplando el panorama nocturno, rompió el silencio por primera vez desde que bajasen del barco.
-El futuro es incierto. El presente es eternidad.-
El primero dio una larga pitada a su cigarro y se dio vuelta para observar el oscuro horizonte, su chaqueta seguía desabrochada. Ambos miraban hacia el mismo lugar, en silencio.
-¿Tendremos que subir pronto al barco?- Dijo sin quitarle un ojo de encima. Pero el otro siguió mirando al frente, los ojos entrecerrados atajaban el viento.
-Porque… este descanso no está nada mal, después de la cantidad de cajas que acomodamos arriba.- Retomó luego de comprobar que el otro no le respondía. Entonces agregó:
-¡Y mañana lo que nos espera! Llevan el doble hasta Bélgica.-
El otro estibador, que se encontraba aún contemplando el panorama nocturno, rompió el silencio por primera vez desde que bajasen del barco.
-El futuro es incierto. El presente es eternidad.-
El primero dio una larga pitada a su cigarro y se dio vuelta para observar el oscuro horizonte, su chaqueta seguía desabrochada. Ambos miraban hacia el mismo lugar, en silencio.
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