lunes, 25 de julio de 2011

Historias de Puerto III

"Dos vasos de cerveza"

Eran dos marinos, Jules y Fidel, se sentaban siempre juntos a tomar cerveza en el mismo bar, cuando estaban en tierra. Lo que más les gustaba era tomar cerveza y contar las historias que habían vivido, en aguas lejanas, en puertos extraños, con gentes misteriosas. Siempre terminaban igual, borrachos y a las carcajadas, pero eran tan alegres, que todos se reían con sus fantásticas historias. Cuando estaban en tierra.
Siempre que iban a altamar, la mujer de Jules les preparaba un soberbio desayuno compuesto por muchos platillos diferentes. Después, Norah, los acompañaba a los muelles y se quedaba el día entero hasta que el barco zarpaba. Antes de irse, Jules le daba un beso y cuando parecía que ya se estaba marchando, se volvía hacia Norah y sonreía de costado, con un solo lado de la cara. Entonces ella le devolvía la sonrisa, pero la de ella era una sonrisa amplia y deliciosa, que era imposible de contener en un rostro que no fuese el de Norah. Siempre, lo último que veía el uno del otro, era una sonrisa.
Fidel no tenía esposa, aunque si muchas mujeres, él sabía que si algún día tenían un accidente y no volvían de altamar, lo llorarían muchas más damas que a su amigo, pero que ninguna de ellas lo lloraría tanto como Norah a su corpulento marido. Jules era bastante alto y siempre bromeaba poniendo una mano sobre el hombro de su amigo y diciéndole que era un enano, lo cual era cierto. Fidel, que era más pequeño y tenía la cabeza llena de rulos, protestaba un rato con gesto enérgico y luego tomando aires de suficiencia, le respondía que él se estaba quedando pelado, lo cual también era cierto. La discusión continuaba hasta que uno de los dos, agotada su paciencia, amenazaba con golpear al otro. Por lo general lograban resolver el altercado por sus propios medios, pero a veces era necesaria la acción de uno o más de sus compañeros para interrumpir sus pleitos sin que llegasen a golpearse.
Los barcos pesqueros siempre querían contratarlos, porque a demás de ser excelentes marinos y pescadores, navegar con ellos era muy divertido. Excepto cuando los dos se ponían de acuerdo para gastarle una broma a algún otro miembro de la tripulación, por supuesto, ese pobre desdichado terminaba fuera de sí, a los gritos y exigiendo venganza. Pero todos los demás, que observaban la broma desde afuera y muchas veces eran cómplices, se entretenían en grande.
Jules tenía la habilidad de moverse con una presteza y velocidad poco usual en alguien de su tamaño, tanto en cubierta como dentro del barco, podía llegar de un lado a otro en instantes y era tan ligero para cumplir las órdenes del capitán, como para ignorarlas cuando él mismo las consideraba equivocadas. Nunca se equivocaba, Jules, tenía madera de capitán. Fidel siempre se quedaba observando el cielo y decía que podía oler los cambios de humedad en el aire. Cuando los otros marineros le preguntaban por el clima, él siempre se tomaba un momento y les respondía con una sonrisa de satisfacción, como si estuviese leyendo en el mismo firmamento. Lo que Fidel predecía, siempre se cumplía. Siempre, menos aquella vez.
-Tendremos una noche hermosa.- Dijo, como siempre decía antes de una noche así.
Pero no aquella vez. No aquella vez.
No importa lo hábiles que pudieran haber sido los tripulantes de aquel buque pesquero, ninguna maniobra los hubiera sacado del tifón. Se encontraban a merced de ese caprichoso Dios del mar, al que todo marino parece rezar o al menos tener en consideración por si su ira inexplicable, algún día, llega a posarse sobre sus cabezas. Y aquel temido día llegó, como había llegado muchas otras veces, esta vez llegó con el día terminado. El mar fue cruelmente violento y la noche, cerrada y fría, los devoró.
Algunos días después, cuando en el puerto se enteraron, comunicaron las noticias, las tristes noticias. Muchas mujeres lloraron, pero más que todas ellas, lloró Norah, como ninguna otra, a su amado. Ella miraba la mesa de la cocina, pero nunca más preparó allí otro desayuno.
Es difícil saber que se dijo de los otros, pero hay un bar muy cerca de los muelles, desde donde puede verse el mar ir y venir con sus olas, donde todas las noches, en una mesa junto a la ventana, ponen dos velas y dos vasos de cerveza, que están siempre allí esperando, por si algún día Jules y Fidel, vuelven para contar la historia del naufragio. En ese bar siempre brillan, a la luz de las velas, dos vasos de cerveza, que están siempre allí, esperando. Y si alguien se sienta en la mesa, en la que está junto a la ventana, tiene que contar una historia o irse del bar sin tomar nada.

viernes, 15 de julio de 2011

La voz del leviatán

- Temblad.- dijo el leviatán. Y todas las personas del mundo temblaron.
- Adoradme.- dijo luego con voz pausada y penetrante. Las personas del mundo, atemorizadas, se arrodillaron y lo adoraron. La masa inmensa que era el cuerpo del leviatán se alzaba inicua y suntuosa ante la gente.
- Ámenme. Y tendrán bonanza y compasión.- una ráfaga de dulce viento acarició los rostros de todos los presentes. Las alabanzas prosiguieron.
- Desobedézcanme y tendrán dolor, cruel e inimaginable.- un rayo partió el cielo y dio en medio del público, los que estaban más cerca ardieron en llamas, mientras los que estaban más alejados cayeron por el hueco quebrado en la tierra. Los murmullos se alzaron y luego todos elevaron sus brazos suplicantes.
- Y ahora.- el leviatán casi sonrió, pero antes de hacerlo continuó.
-¿Estáis listos para entregarme sus almas?- todas las personas del mundo contestaron afirmativamente, todas menos una. Se trataba de Oyi-El-Boyi, un ser que reflexionaba acerca de lo que sentía y decía aquello que pensaba.
- ¿Qué es lo que estáis haciendo?- preguntó el joven a sus congéneres. -¿Estáis acaso realizando algún ritual?- La pregunta fue sincera, la respuesta fue real.
- ¿Qué dices Oyi, no ves que nos amenaza el leviatán?- Habló un hombre con miedo, que estaba cerca y podía escuchar.- De aquellos que estaban más lejos, algunos hicieron silencio, otros empezaron a orar.
- ¿Leviatán dices? No veo a ningún leviatán, veo mucha gente asustada, confundida y poco dispuesta a escuchar.- El leviatán juntó sus manos y el cielo se ensombreció para que fuesen más nítidos los relámpagos que se tendían sobre la gente. Otra persona se alzó de la multitud y dijo atolondrada.
- Oyi-El-Boyi ¿Es que no tienes miedo? ¿Por qué no puedes adorar al leviatán? Arrodíllate, implora su perdón, su furia será nuestro final.- Los ojos del leviatán ardieron con furia. Oyi-El-Boyi miró a la multitud.
- No puedo adorar aquello en lo que no creo, no puedo temer a algo que no tiene ningún poder sobre mi, no puedo quedarme callado ante el sinsentido que veo delante de mi. ¿Por qué no volveis a sus casas, a sus trabajos o a sus jardínes?.- De entre la gente se oyó una múltiple exclamación, que fue una mezcla de agonía, reproche y temor. Todos retrocedieron, se hicieron a un lado y Oyi-El-Boyi quedó separado en el centro de un gran espacio vacío. Las manos del leviatán se elevaron y con fuerza las bajó. Un estruendo grandioso acompañó al rayo que cayó. Allí justo donde estaba Oyi-El-Boyi pidiendo una explicación.
Una nube de polvo inmensa, cubrió el suelo en derredor, asombro, duda y sorpresa fue lo que despertó. Cuando se hubo disipado, encontró en el centro, parado, al joven que sin pensarlo, no había recibido daño. La incontable cantidad de personas alzó una pregunta eterna: las llamas no lo quemaban, la tierra no lo tragaba ¿Cómo era posible entonces, que desafiara el poder del leviatán?
- No comprendo su temor ni su ciego recelo ¿Por qué han de temer a algo que no existe más que en sus mentes?- Oyi-El-Boyi miró a la gente, a sus congéneres, por última vez.
- Rápido, a él, matadle antes que provoque la ira del leviatán.- La persona que había alzado la voz, ya corría hacia Oyi con el puño levantado, muchos más también lo hacían. Lo alcanzaron y lo destrozaron. Su carne arrancada de sus huesos hechos trizas, solo su sangre baño la tierra para consuelo de nadie.
Algunos dicen haberlo visto, otros, que quien lo vio era la persona al lado suyo, otros dicen que era imposible verlo, que era tan grande que se lo confundía con las nubes, otros recuerdan su voz, o quizás no. Pero ese día, todas las personas del mundo se arrodillaron y adoraron al leviatán.

miércoles, 6 de julio de 2011

LOS HABITANTES DEL ABISMO SUBLIMINAL

No eran pocos los que husmeaban, sus cuerpos torpes y andrajosos cubrían la superficie de la calle casi por completo. Andaban sin ningún cuidado, los adoquines al descubierto hacían que algunos tropezasen como si ni siquiera estuviesen mirando el suelo, pero todos ellos revisaban meticulosamente cada rincón, cada hueco en las paredes, cada montículo de tierra.
Una mujer ataviada con una pollera lila encontró un pañuelo limpio, algunos se acercaron y la rodearon para mirar, pero nadie dijo nada. Un joven movía en el aire un pincel que llevaba tiempo estando seco, con pintura verde impregnada, el color le había atraído, lo olfateó y lo arrojó con desdén. Ellos dos eran los individuos más sobresalientes del grueso grupo que deambulaba taciturno por esa callejuela olvidada. Los demás, miraban casi siempre hacia abajo y de tanto en tanto, escupían de costado. El mundo más allá de los extensos piletones de tierra que servían de límite a aquella calle, era algo que ellos desconocían, así como ciertos placeres inherentes al aseo personal.
Uno de ellos, un hombre con sombrero y las piernas muy sucias, como si se hubiese internado en un profundo cenagal, hacía una forma extraña con sus brazos y manos. A él nadie le prestaba la más mínima atención, aunque parecía estar muy concentrado en lo que hacía. En cambio, la mujer con pollera lila y de aspecto menos andrajosa que la mayoría, era seguida con asiduidad por otros habitantes del abismo subliminal en el que todos ellos habían sido depositados. Ellos tenían algunas cosas en común, nadie recordaba o parecía recordar cómo había llegado allí, nadie hablaba o sentía la necesidad de hacerlo. Pero ella tenía la capacidad de encontrar comida y eso la hacía especial entre todos los demás. Por eso siempre la seguían y la vigilaban. Nadie recordaba cómo habían sido depositados allí, o nadie parecía hacerlo, porque también había un hombre viejo, al que pocos prestaban atención, que miraba siempre al horizonte, ese que todos ignoraban y se preguntaba en voz alta por qué, dónde, cuándo.