Adalbosta Bonicciengui es un empleado público de unos veintiséis años que trabaja en el ANSES. Cuando le pica el culo (y esto le ocurre habitualmente) trata de rascárselo disimuladamente sin tocarlo con las manos. Lo que hace es moverse sobre su silla de un lado al otro, tratando de que se le separen los cachetines. A veces esto no funciona, entonces Adalbosta interrumpe a su interlocutor levantando el dedo índice y exclamando: “Discúlpeme un segundito ¿Eh?”. Y se retira al baño a lavarse bien.
El señor Bonicciengui presta un poco de atención a las personas que atiende, entonces, para que parezca que presta mucha, hace un gesto moviendo la cabeza suavemente de arriba hacia abajo. A veces también aprieta sus labios como para añadir mayor compenetración a su expresión. Otras veces se tira pedos y se sonríe abriendo mucho los ojos.
Cuando alguien le hace una pregunta que el no puede responder inmediatamente, gana tiempo rascándose la cabeza y diciendo, luego de un chasquido de su lengua: “Seee… esteee… vos sabes que este… es un temita complicado, pero no te preocupes, ya lo vamos a resolver.”
Siempre que Adalbosta va al baño se trae un poco de papel higiénico en el bolsillo, un poco por si se da un percance de improviso y otro tanto para terminarse el rollo y que el próximo que vaya, tenga que limpiarse con la mano.
Tiene la costumbre de abrir su cajón del escritorio y revisarlo, pero nunca busca nada, simplemente declara que le han robado la abrochadora.
¿Alguna vez has sentido que el universo se transforma a tu alrededor? ¿Nunca te dijiste "Muy bueno todo... pero donde estoy"? ¿Donde te pensás que estaban los guionistas de la dimensión desconocida? Elaboraciones de una mente que bien pudo haberse ido a dormir, pero no lo hizo.
domingo, 31 de octubre de 2010
El día del pastel en Colin Mollado
Era una noche cerrada, cálida. Framptom bailaba la canción de los pasteles y el pueblo entero le admiraba.
Como pocas cosas lo hacían, las celebraciones del día del pastel, lograban unificar los espíritus de todos los habitantes de Colin Mollado, un pueblo del oeste argentino. Dentro de todas las actividades que podían encontrarse, había una feria, un escenario donde se presentaban obras de teatro y finalmente el gran baile en el molino. Pero la sensación excluyente, aquello que conseguía siempre llamar la atención, al punto de haberse convertido en una tradición tan firme como la de cortar el Gran Pastel, era Daniel Framptom bailando la canción de los pasteles. Cuando lo hacía las mujeres suspiraban, incluso aquellas que, sin lograrlo, intentaban apartar la mirada hacia otro lado. Los hombres se divertían, porque el baile de los pasteles era a su vez cómico y magnífico, los jóvenes lo admiraban y los ancianos asentían con la cabeza.
Durante los cinco minutos que duraba la canción, Daniel Framptom era un generador de felicidad que hacía vibrar a los cincomil corazones que habitaban el pueblo, especialmente el de Canela Vismar, que lo miraba con una sonrisa tan incontenible como imperecedera, así es como siempre recordaré el rostro de Canela. Porque cuando veía bailar a Daniel, era subrayadamente bella.
Al terminar, la gente coreaba su nombre estruendosamente, lo llevaba en andas hasta el puesto de bebidas y le invitaban una gran jarra de cerveza que había que sostener con ambas manos. A Canela le hubiese gustado acercarse y decirle lo mucho que lo quería, pero no se atrevía.
Esa noche, Daniel le preguntó a Canela por qué estaba tan triste. Ella respondió sin mentir, que no sentía tristeza alguna. Pero Daniel podía percibir un velo de amargura. Entonces la invitó a acompañarlo en el gran baile del molino, ella aceptó entusiasmada y el pudo ver la misma expresión, el mismo rostro, que ella lucía cuando lo miraba bailar.
Bailaron juntos. Pero no fueron elegidos rey y reina del pastel, porque el pueblo designó a otra pareja. De todas formas se quedaron bajo la luz de la luna hasta que el sol les tocó el hombro y un pescador les regaló siete pescados.
Como pocas cosas lo hacían, las celebraciones del día del pastel, lograban unificar los espíritus de todos los habitantes de Colin Mollado, un pueblo del oeste argentino. Dentro de todas las actividades que podían encontrarse, había una feria, un escenario donde se presentaban obras de teatro y finalmente el gran baile en el molino. Pero la sensación excluyente, aquello que conseguía siempre llamar la atención, al punto de haberse convertido en una tradición tan firme como la de cortar el Gran Pastel, era Daniel Framptom bailando la canción de los pasteles. Cuando lo hacía las mujeres suspiraban, incluso aquellas que, sin lograrlo, intentaban apartar la mirada hacia otro lado. Los hombres se divertían, porque el baile de los pasteles era a su vez cómico y magnífico, los jóvenes lo admiraban y los ancianos asentían con la cabeza.
Durante los cinco minutos que duraba la canción, Daniel Framptom era un generador de felicidad que hacía vibrar a los cincomil corazones que habitaban el pueblo, especialmente el de Canela Vismar, que lo miraba con una sonrisa tan incontenible como imperecedera, así es como siempre recordaré el rostro de Canela. Porque cuando veía bailar a Daniel, era subrayadamente bella.
Al terminar, la gente coreaba su nombre estruendosamente, lo llevaba en andas hasta el puesto de bebidas y le invitaban una gran jarra de cerveza que había que sostener con ambas manos. A Canela le hubiese gustado acercarse y decirle lo mucho que lo quería, pero no se atrevía.
Esa noche, Daniel le preguntó a Canela por qué estaba tan triste. Ella respondió sin mentir, que no sentía tristeza alguna. Pero Daniel podía percibir un velo de amargura. Entonces la invitó a acompañarlo en el gran baile del molino, ella aceptó entusiasmada y el pudo ver la misma expresión, el mismo rostro, que ella lucía cuando lo miraba bailar.
Bailaron juntos. Pero no fueron elegidos rey y reina del pastel, porque el pueblo designó a otra pareja. De todas formas se quedaron bajo la luz de la luna hasta que el sol les tocó el hombro y un pescador les regaló siete pescados.
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